Compartimos con vosotras y vosotros esta magnífica reflexión de Javier Giraldo.
Un abrazo,
COMITÉ OSCAR ROMERO DE MADRID
Javier Giraldo, S. J.
Hace varios años, cuando hice una exposición sobre la situación de mi país ante un público en su
mayoría cristiano, en Zaragoza, España, al terminar, una señora me reclamó, muy enojada,
porque había dejado en el público la sensación de que no había salidas y de que la situación iba a
continuar empeorando. Según ella, yo habría faltado a mi deber de hacer una lectura de la
situación desde la óptica de la esperanza cristiana y de dejar en los oyentes una sensación de
esperanza.
Yo le respondí que habría faltado a la verdad si hubiera terminado mi exposición afirmando que
las cosas iban a cambiar en un plazo previsible. Yo no veía honestamente ningún signo que
anunciara un cambio positivo sino todo lo contrario: los poderes de muerte que estaban
dominando en mi país mostraban tal fuerza, que tenían todas las posibilidades de consolidar
progresivamente su dominio.
En ese grupo de asistentes zaragozanos se levantó aquella noche un debate muy emotivo sobre
la esperanza, que me dejó profundos interrogantes.
Es cierto que la esperanza tiene un elemento de audacia y de rebeldía frente a lo que la realidad
cruda trata de imponernos. Es cierto también que la esperanza no puede alimentarse de lecturas
de lo que ya existe, hechas con instrumentos de ciencia, que solo nos permiten acceder a lo que
es y no a lo que debe ser. Pero también es cierto que una esperanza que trate de subestimar los
condicionamientos de la realidad, o ignorarlos o evadirlos mediante discursos referidos a mundos
inexistentes, es una esperanza que podría calificarse como opio o somnífero, que nos lleva a
tolerar fácilmente la ignominia real, cubriéndola con un manto de sueños irreales.
Muchos paradigmas de la esperanza, tanto en el mundo de lo teológico, centrados en la salvación,
como en el mundo de lo político, centrados en la revolución, han encerrado la esperanza en
fronteras ideológicas con fuertes dosis de resignación y de espera pasiva.
Creo que al menos en los medios cristianos progresistas ya no se caracterizan como esperanza
las actitudes pasivas, lo que en el pasado fue considerado como la virtud “cristiana” de la
resignación.
Erich Fromm, en un escrito que tituló La Revolución de la Esperanza , ha expresado bellamente
su manera de comprender la esperanza en estos términos:
“Tener esperanza significa estar presto en todo momento para lo que todavía no nace, pero sin
llegar a desesperarse si el nacimiento no ocurre en el lapso de nuestra vida. Carece así, de
sentido, esperar lo que ya existe o lo que no puede ser. Aquellos cuya esperanza es débil pugnan
por la comodidad o por la violencia, mientras que aquellos cuya esperanza es fuerte ven y
fomentan todos los signos de la nueva vida y están preparados en todo momento para ayudar al
advenimiento de lo que se halla en condiciones de nacer”.
Para Erich Fromm, la esperanza es un elemento de la estructura vital del ser humano, pero está
ligada a otro elemento fundamental de esa estructura vital, que es la fe. Y Fromm describe la fe,
en ese mismo capítulo, como “el conocimiento de la posibilidad real, la conciencia de la gestación.
La fe es racional cuando se refiere al conocimiento de lo real que todavía no nace, y se funda en
esa facultad de conocer y de aprehender que penetra la superficie de las cosas y ve el meollo. La
fe, al igual que la esperanza, no es predecir el futuro, sino la visión del presente en estado
de gestación ” (ibid.)
Pero eso mismo que, según Fromm, es lo más característico de la esperanza y de la fe, o sea,
ese esfuerzo por mirar lo real que no ha nacido pero que se está gestando; ese esfuerzo por
comprender las líneas de fuerza que están configurando la realidad que está en gestación, es al
mismo tiempo lo que explica la CRISIS DE NUESTRA ESPERANZA.
Muchos concentran su mirada en lo positivo de este mundo nuevo que se ha ido gestando y ha
ido naciendo en la modernidad: admiran los avances de la ciencia, su poder de dominio sobre la
materia y la maravillas logradas en el ámbito de las comunicaciones, pero otros quizás
concentramos la mirada en los costos humanos que todo eso ha tenido y no podemos mirar con
ninguna alegría ni entusiasmo esas maravillas. ¿Cómo no reconocer que ese mundo maravilloso
de la modernidad ha ido dando a luz un “infierno” para al menos el 60% de los humanos?. Y hablo
de “infierno” al recordar que en la Divina Comedia, de Dante, la inscripción grabada en la puerta
del infierno lo hacía casi equivalente a la pérdida de la esperanza: “los que entren aquí,
abandonen toda esperanza”.
Yo quisiera tener una capacidad de mirada más corta para poder albergar algunas dosis de
optimismo, pero cada que trato de escudriñar las líneas de fuerza de lo que se está gestando y
que al nacer va derrumbando progresivamente nuestros sueños, me veo más incapacitado para
elaborar la imagen de un presente en estado de gestación positiva y gratificante.
Mi identidad ideológica se fragua principalmente en los años 60, cuando realizo mis estudios
universitarios de Filosofía y al mismo tiempo opto por la vida religiosa. Junto con otros muchos
compañeros y amigos, jesuitas y no jesuitas, religiosos y laicos, creyentes y no creyentes, vivimos
la fascinación del descubrimiento de que el mundo, y sobre todo nuestro continente y nuestro
país, podían ser distintos. Latinoamérica era en esos años una ebullición de ideas políticas y
teológicas que buscaban afanosamente encarnarse en la realidad a través de movimientos
militantes. Liberación era la palabra mágica que despertaba todos los entusiasmos, tanto en lo
político como en lo teológico. Testimonios como el de Camilo Torres o el del Obispo Gerardo
Valencia, conmovían y desestabilizaban el statu quo, pero en casi todos los países, desde México
y Centroamérica hasta el Cono Sur, surgían profetas y movimientos que invitaban a la acción. Los
teóricos producían análisis tan evidentes de las estructuras de injusticia que era difícil dudar que
quienes tuvieran una conciencia recta se comprometerían en un proceso de cambio
revolucionario. Los ejércitos populares que surgían por doquier, parecían anunciar esos núcleos
de resistencia que harían invencible los anhelos de las masas empobrecidas frente a la represión
patológica de los poderosos. A pesar de la fragilidad de todo lo que nace de los excluidos, parecía
que la esperanza comenzaba a invadir muchos campos antes copados por la fatalidad de la
injusticia.
Los años 70 fueron los años del martirio. América Latina se fue llenando de dictaduras que se
rotularon como de “seguridad nacional”. El poder fue ejercido casi en todas partes por la casta
militar que encarnaba la brutalidad. Las dimensiones de la barbarie parecían revelar que los
poderes injustos estaban desenmascarando su verdadero rostro, irracional e inhumano, lo que
llevaría irremediablemente a su deslegitimación y a su derrumbamiento, y que el movimiento
revolucionario se estaba aquilatando en el sufrimiento y el martirio para hacer realidad una vez
más la consigna de los primeros cristianos: “la sangre de los mártires es semilla de cristianos”.
También allí creíamos que el testimonio de la sangre era la siembra de una victoria mucho más
contundente, gracias a su dimensión ética incontrovertible.
En Colombia no hubo dictaduras militares en los 70 ni en los 80, pero las estrategias represivas de
nuestros gobiernos se acomodaron a los mismos principios de las dictaduras, reforzados por la
astucia de preservar todas las formalidades de la democracia, para “legitimar” la represión con un
discurso que la hacía aparecer como “defensa de la democracia”.
A pesar de la barbarie, que inundó de sangre y de dolor el continente, esta etapa yo diría que no
se vivió en la desesperanza. Había una cierta conciencia de que se atravesaba una noche oscura
que ineludiblemente avanzaba hacia un amanecer.
A medida que avanzaba la década de los 80, las dictaduras fueron cediendo el turno a un modelo
de Estado que se llamó, sin pudor, “de democracia restringida”, diseñado por los tecnócratas e
ideólogos de la alianza “Trilateral”, la cual reunía a los colosos del capitalismo mundial: los
Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. Hubo un re-alineamiento de muchos restos de
movimientos populares que salían anémicos de la gran noche de las dictaduras y que empezaron
a rediseñar sus estrategias para aprovechar los pequeños espacios “democráticos” que ofrecían
esos regímenes, en cuyo discurso no faltaban críticas a la represión dictatorial. El lenguaje de los
derechos humanos, como un lenguaje legitimado por el foro mundial más amplio de poderes que
es el de las Naciones Unidas, comenzó a perfilarse como una alternativa para canalizar los
dinamismos de los movimientos populares que exigían justicia, o como una alternativa que, al
someterse a las reglas y a los procedimientos del Derecho, alejaba los temores de la violencia
revolucionaria como estrategia de cambio de estructuras.
Los últimos años de la década de los 80 y los primeros de la década de los 90 podrían
caracterizarse como la expansión del discurso de los derechos humanos. Se creyó que la
memoria negativa de la brutalidad de las dictaduras era suficientemente fuerte para alimentar un
movimiento contra la impunidad que exorcizara para siempre la barbarie y que consolidara el
respeto por el Derecho, de modo que progresivamente se pudieran reivindicar los derechos
consagrados por la comunidad internacional como derechos humanos, incluyendo los derechos
civiles, políticos, económicos, sociales y culturales.
Sin embargo, dos fenómenos que se afianzaron con fuerza al comenzar los años 90 llevarían a la
frustración todas estas esperanzas: por una parte, la crisis definitiva del socialismo realmente
existente, con su efecto central que fue el de consolidar un mundo unipolar imperialista; por otra
parte, la globalización progresiva de la economía mundial, que fue haciendo de los Estados y
gobiernos poderes meramente simbólicos, ya que el poder real se fue ubicando en las empresas
multinacionales y en el capital trasnacional.
Un nuevo ciclo de violencia vuelve a ser comprensible, pero ya no aparece articulado a proyectos
concretos. La negación masiva de los derechos económicos, sociales y culturales de pueblos
enteros y de capas muy grandes de casi todas las sociedades, provoca protestas violentas y éstas
provocan formas de represión aún más violentas. Se percibe el avance del terrorismo, que revela
niveles muy preocupantes de desesperación.
No estamos ya en décadas anteriores en las cuales al menos había paradigmas alternativos de
organización social, así estuvieran llenos de defectos. La misma corrupción de los modelos
socialistas deja profundas oleadas de desencanto y de desesperanza. Pero lo que más alimenta la
desesperanza es la fatalidad que cada día se afirma más, de que esta compleja realidad que
llamamos mundo, como producto de una articulación de líneas de fuerza que dominan su meollo y
parece lo dominarán por tiempos muy prolongados, está fatalmente condenada a mantener solo
una pequeña franja de seres humanos que viva en condiciones aceptables, mientras encuentra
cómo deshacerse de las grandes mayorías, las cuales deben mantenerse excluidas del consumo
y del desarrollo humano mediante las reglas “democráticas” del mercado.
En años pasados leímos con estremecimiento aquellas novelas que Erich Fromm caracterizó
como “utopías negativas”, como la de George Orwell titulada “Mil Novecientos Ochenta y Cuatro”,
o la del Aldous Huxley titulada “Un Mundo Feliz”. En ellas se nos mostraba, en el ámbito de la
ficción, cómo un sistema podía programar a los humanos para que lo asimilaran y se adaptaran al
mismo, exterminando valores que creíamos que eran los más profundamente humanos. Pero hoy,
muchos de los mecanismos utilizados por el Estado colombiano, siempre con asesoría de los
Estados Unidos, me recuerdan con mucho realismo los horrores de esas utopías negativas.
Cuando la tortura, practicada por agentes del Estado, se generalizó en Colombia en 1979, un
grupo cada vez más numeroso de colombianos fuimos engrosando el movimiento de defensa y
promoción de los derechos humanos. Encontramos en la confrontación entre el derecho interno
y el derecho internacional una vía posible para defender valores humanos fundamentales que
antes habíamos querido defender apoyados más en movimientos sociales y políticos que fueron
demonizados radicalmente por el Establecimiento. Yo tuve que comenzar a sumergirme en
disciplinas jurídicas que me eran ajenas hasta entonces, y mi esperanza se revistió, en
dimensiones no despreciables, de lucha jurídica. No puedo negar que tuvimos algunos éxitos:
logramos que el Estado colombiano firmara muchos tratados internacionales de derechos
humanos; logramos modificar muchos procedimientos judiciales; logramos crear muchos cargos
oficiales relacionados con la protección de los derechos humanos; logramos que organismos
internacionales ejercieran presiones sobre el gobierno con miras a proteger a muchas víctimas, y
un momento importante fue el cambio de la Constitución Nacional en 1991, pues la nueva
Constitución incorporó en su texto la mayoría de los tratados internacionales de derechos
humanos.
Pero a medida que todo este mundo de las formalidades legales se iba transformando, la realidad
de las violación cotidiana y brutal de los derechos humanos iba aumentando y derrumbando todas
las esperanzas que se habían revestido de juridicidad. Para mí, la década de los 90, en la cual
ejercí como Secretario Ejecutivo de la Comisión de Justicia y Paz, y como tal tuve que tramitar la
denuncia de millares de crímenes de lesa humanidad ante los poderes judiciales del Estado,
constituyó un encuentro cara a cara con la ficción jurídica. Fui descubriendo cómo la impunidad se
alimentaba de los dobles discursos y de estrategias inteligentemente diseñadas para que lo formal
no afectara lo real. Por eso en los últimos años de mi servicio en la Comisión de Justicia y Paz
preferí denunciar a la Justicia misma como un obstáculo, en lugar de una ayuda, para proteger la
dignidad humana.
En Colombia ha existido desde mediados de la década del 60 la alternativa de la guerra, de la
solución violenta al conflicto social, representada por grupos guerrilleros nacidos desde los
inconformes y los pobres, que a pesar de la brutalidad de la represión, no se han extinguido sino
que han crecido. La esperanza que puede encarnarse en un conflicto armado es una esperanza
muy frágil. Toda guerra trae males enormes, y mucho más una guerra entre fuerzas enormemente
desiguales. Por eso desde hace 20 años existen también en Colombia movimientos por la paz, en
los cuales la esperanza se reviste de una solución política y no militar al conflicto armado, pero
son movimientos que en estos 20 años solo han cosechado frustraciones y desesperanzas. A
pesar de que en muchos discursos se acepta la necesidad de un cambio urgente de las
estructuras económicas, sociales y políticas para que desaparezca la justificación de la guerra, en
las negociaciones reales solo se busca que el statu quo se preserve incólume.
En los últimos años la guerra se ha agudizado mucho y ha llegado a producir destrucciones y
traumas muy profundos en la sociedad. También la modalidad de guerra que vivimos destruye
profundamente la esperanza. No es fácil entender la lógica de esta guerra, ya que la lectura
predominante es la del Establecimiento, dueño de los medios masivos de “información”. La
comunidad internacional ha canalizado sus esfuerzos de paz hacia Colombia a través de dos
consignas centrales: convencer a los dos polos de la necesidad de una solución política
negociada, en lugar de una solución militar del conflicto, y urgir la aplicación del Derecho
Internacional Humanitario. Estas dos consignas, que se ven tan justas en su formulación
abstracta, cuando se llevan a los terrenos concretos se parcializan, porque los mediadores se
niegan a entender las realidades crudas que han motivado la guerra y porque se niegan a
entender que una guerra entre fuerzas enormemente desiguales no puede someterse a las
mismas normas humanitarias de las guerras entre fuerzas relativamente equilibradas. En otras
palabras, como en la mayoría de las guerras, se revela al mismo tiempo un profundo conflicto
entre la lógica de la eficacia, por un lado, y la ética y el derecho, por otro.
Pero lo que hace más insoluble el problema de la guerra en Colombia es que el Estado,
asesorado por los gobiernos de los Estados Unidos, creó desde los años 60 un instrumento para
degradar la guerra sin medida, como es la estrategia paramilitar, que implica cuerpos de civiles
armados que actúan como brazo clandestino del ejército oficial, diseñados para traspasar todas
las barreras jurídicas y éticas de la guerra con el fin de garantizar su eficacia. La lógica de este
instrumento ha llevado necesariamente a que la población civil se vea cada vez más involucrada
en la guerra y a que los métodos de terror dominen cada vez más el desarrollo de la guerra. Y lo
que hace más insoluble un conflicto así, es que esa misma lógica obliga a crear lenguajes ficticios
en que el Estado tiene que hacer jugar el rol de “actor independiente” al paramilitarismo para
poder legitimarse ante la comunidad internacional, y el Estado colombiano, inmerso en una
esquizofrenia inveterada, ha jugado magistralmente ese papel.
Cuando nuestra esperanza se ha revestido de verdad; cuando hemos concentrado nuestros
esfuerzos en poner al menos nuestra realidad cruda ante los vista de nuestros compatriotas y de
la comunidad internacional, con la confianza en que la sola visión desnuda de lo que ocurre
despertará los sentimientos y dinamismos más genuinamente humanos para oponerse a la
injusticia, entonces nos encontramos cara a cara con otra de las líneas de fuerza que caracteriza
este mundo moderno en que estamos inmersos: el poder manipulador de los mass media, que
ligado como está a los grandes conglomerados del capital, oculta y selecciona, tergiversa y
manipula, demoniza y sacraliza, de acuerdo a intereses inconfesables. Se ha llegado incluso al
extremo de exhibir como “mártires de la verdad” a quienes murieron bajo la violencia desesperada
de las víctimas de sus mentiras.
Cuando nuestra esperanza se ha revestido de autonomía y hemos soñado ingenuamente que al
terminarse la “guerra fría” habría desaparecido el esquema de los bloques hemisféricos de poder y
que los Estados Unidos ya no tendrían tanto temor a la infiltración ideológica de una potencia
enemiga en su “patio de atrás”, terminando, por lo tanto, de bloquear nuestros esfuerzos de
autodeterminación y de búsqueda de una mayor justicia social, también esta esperanza se
derrumbó. Cuando desapareció el fantasma del “Comunismo”, rápidamente los Estados Unidos
diseñaron un nuevo pretexto: el del narcotráfico, para controlar de cerca todo movimiento de
transformación social. Y a pesar de haber montado un discurso sobre el narcotráfico lleno de
incoherencias y de mentiras, la comunidad internacional se lo ha creído y apoyado. El “Plan
Colombia” es un proyecto de intervención política y militar que se apoya en ese discurso lleno de
falsedades.
Frente a todo este derrumbe de los revestimientos de la esperanza es lógico que uno se
encuentre con muchas manifestaciones de desesperanza.
No puedo dejar de recordar una reflexión compartida con un grupo de madres de desaparecidos
en Buenos Aires, Argentina, cuando desde un balcón observábamos una manifestación de
campaña electoral en un contexto en que todos los candidatos eran de derecha. En ese momento
percibimos cómo se concretaba uno de los efectos más terribles de la dictadura: el haber
eliminado a toda una generación ideológica y haber condicionado por el terror las opciones
políticas de la generación siguiente, quizás predominantemente en niveles inconscientes. Era
forzoso reconocer allí el éxito de la barbarie y su poder de diseño del futuro.
En Colombia constantemente me encuentro con antiguos militantes que solo pueden sostener
unos escasos minutos de conversación luego del saludo, por el temor a hablar de su inserción
actual dentro del sistema dominante. Hay ocasiones en que el tema surge penosamente, casi con
la necesidad de una catarsis, y entonces va apareciendo el dilema existencial que los sigue
atormentando en secreto, entre arruinar la vida, sometiéndola al riesgo permanente y a la
persecución abierta o velada, en función de esperanzas que siempre se derrumban, o tratar de
vivir con un mínimo de tranquilidad, así sea silenciando los valores en los que antes se había
creído con la más profunda de las convicciones. No pocas veces se expresa esto como tributo al
“realismo” y a la “sensatez”, reconociendo que el mundo está dominado por poderes adversos a la
justicia y a la razón.
También me he encontrado muchos casos opuestos: aquellos que arruinan su vida
conscientemente; que la someten a los riesgos más extremos; que renuncian a toda estabilidad
familiar y social, y asumen compromisos que están seguros que los llevarán a la muerte en plazos
muy breves. Y no pocos de estos lo hacen sin esperanza; con la seguridad de que su lucha y la
ofrenda de su vida no va a cambiar en nada la situación, porque los poderes contra los cuales se
enfrentan son monstruosamente superiores, pero sienten que la única forma de ser fieles a sí
mismos es destruirse pronunciando un “NO” rotundo frente a este mundo inaceptable, y tratando
de destruir lo que más puedan de ese mundo antes de morir. Aquí se explica una de las formas
del terrorismo actual, casi la única que nuestra sociedad percibe y señala con dedo acusador,
pues el terrorismo de Estado ya casi no se percibe en el mundo de la opinión pública.
Estas realidades existenciales están incidiendo mucho hoy en el desarrollo de la guerra en
Colombia. En algunos círculos intelectuales se está dando un debate sobre si es ético, o no,
comprometerse en una guerra que no puede ser ganada, aunque se apoye en razones justas.
Unos, invocando la “ética de la responsabilidad” como la define Max Weber, afirman que no es
lícito apoyar una guerra que solo trae destrucciones y sufrimientos pero no aporta ninguna
esperanza de éxito. Otros, apelando a la “ética de la convicción” como la define el mismo Max
Weber, afirman que la esperanza de éxito no puede ser el criterio fundamental para participar en
una guerra sino la justicia intrínseca de su causa. En todas las guerras se da un conflicto profundo
entre la eficacia y la ética, entre los fines y los medios. Pero aquí se plantean desafíos muy
radicales a la manera como asumimos la esperanza. Parece que la esperanza está ligada de
alguna manera a la previsión de un éxito o de una recompensa futura.
Muchos se preguntan si la ausencia de esperanza de éxito no deja otra salida que aceptar la
situación actual como imperativo ético, ya que intentar cambiarla solo aportaría fracasos
acompañados de sufrimientos. Y desafortunadamente esa ausencia de esperanza de éxito es
cada vez más evidente, dados los medios cada vez más poderosos en los que el statu quo se
afianza.
Yo me he preguntado muchas veces si acaso las encarnaciones de la esperanza no están todas
demasiado ligadas y condicionadas por el factor del éxito y de la recompensa.
La teología cristiana de la esperanza se ha construido durante muchos siglos rodeando de éxito y
de recompensas los bordes finales de la existencia histórica del individuo; llenando de atractivos el
Cielo que vendrá después de la muerte, cuyas gratificaciones se dibujan como inversamente
proporcionales a los sufrimientos y privaciones de la existencia terrena.
La ideología política de la esperanza se apoya en un esquema idéntico al anterior. La misma
secuencia de sufrimiento / recompensa se afirma allí, aunque en lenguajes secularizados, y quizás
esa necesidad ideológica de consolidar la imagen del cielo secular de las revoluciones triunfantes,
que concretice el éxito y la recompensa de los que antes invirtieron en sufrimientos y riesgos, es lo
que más corrompe las revoluciones triunfantes y las convierte en un mecanismo de reproducción
de las injusticias contra las cuales antes se sublevaron.
Pero yo me he preguntado cómo podríamos desligar la esperanza del factor del éxito o de la
recompensa que actúan como su dinamismo impulsor. Todas estas crisis de esperanza nos
obligan a veces a volver a mirar el Evangelio desde otras perspectivas y a descubrir en él
dimensiones inéditas.
Muchos teólogos, durante varios siglos, han dibujado a Jesús predicando un “Reino de los Cielos”
pletórico de recompensas patronales, al cual se accede después de la muerte. Otros teólogos más
modernos lo han dibujado más bien predicando un “Reino de Dios” como utopía social e histórica,
al cual se accede cuando se asumen comunitariamente los valores que se descubren con mayor
autenticidad y espontaneidad en el corazón de los humanos, y cuando se derrumban las
convenciones históricas producidas por el egoísmo. Una corriente contemporánea de teólogos ha
optado por un punto de partida poco clásico, que es la reconstrucción histórica posible de Jesús
de Nazareth como campesino judío del siglo primero, sumergido en la materialidad de su
momento histórico y reaccionando humanamente frente a él, poniendo entre paréntesis su
divinidad hasta poderla reconstruir como lectura de sentido elaborada por quienes asumieron sus
valores, dotándose así de un blindaje frente a todos los señoríos deshumanizantes.
En esta última corriente hay lecturas que desafían y desestabilizan nuestras comprensión clásica
de la esperanza. Los relatos de la muerte de Jesús, reinsertados en la materialidad de su
momento histórico, la presentan como un rotundo fracaso, sobre cuya oscuridad se construye,
quizás en varias décadas, la profunda teología de la resurrección. Y en el clímax narrativo de ese
fracaso se retoma el primer versículo del salmo 22 que para muchos no deja de tener un efecto
escandaloso cercano a la blasfemia: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”. En esta
teología no hay una respuesta de Dios que penetre la materialidad histórica del fracaso para
transformar o amortiguar su crudo realismo de fracaso. Las respuestas divinas serán elaboradas
en otro nivel que es el de la fe, y en ellas no dejará de percibirse siempre el dinamismo que las
alienta, que es el que se esfuerza por penetrar en la cara oculta del fracaso. Algunas de estas
lecturas se atreven a señalar que Jesús prefirió morir registrando una dolorosa ausencia
existencial de Dios, antes que morir traicionando alguno de los valores por los cuales se jugó la
vida, los cuales lo llevaron, sin duda ninguna, al fracaso conmovedor de la cruz.
En esta teología se desvanece aquella imagen de la esperanza ligada inexorablemente al éxito y a
la recompensa, y hay que comenzar a elaborar una comprensión de la esperanza relacionada
más bien con el fracaso. Y no hay duda de que tal comprensión de la esperanza exigirá también la
muerte de muchas imágenes de Dios; imágenes atadas a la lógica existencial del éxito y de la
recompensa.
Yo me atrevería a caracterizar esta reconfiguración de la esperanza que aquí se insinúa, como
una adhesión existencial a valores autovalidantes, o sea, a utopías y proyectos que no extraen su
valor de la garantía, de la proyección o de la promesa de éxito o de recompensa extrínseca que
conllevan, sino que valen por sí mismos y tienen un poder gratificante intrínseco que puede
convivir perfectamente con el fracaso sin por eso destruirse.
No ignoro que esta comprensión de la esperanza no cabe en nuestra cultura occidental. El ser
humano configurado por nuestra cultura, como lo señala Erich Fromm en el Arte de Amar,
“experimenta su energía vital como una inversión de la cual debe obtener el máximo lucro,
teniendo en cuenta su posición y la situación del mercado de la personalidad (…) Su finalidad
principal es el comercio ventajoso de sus destrezas, de sus conocimientos y de sí mismo como
‘bagaje’ de personalidad”. Todas nuestras estructuras e instituciones educativas, recreativas,
económicas, sociales y académicas están basadas en esa centralidad del éxito, como causa
eficiente y final de la energía vital, a lo cual tampoco escapa la religión: Fromm añade: “la
creencia en Dios se ha convertido en un recurso psicológico cuya finalidad es hacer al individuo
más apto para la pugna competitiva” (ibid.) No hay duda de que el cristianismo se ha adaptado
profundamente, durante siglos, a este patrón cultural y por ello tendríamos que hacernos
demasiada violencia para separar la esperanza del éxito que ha sido su suelo nutricio.
Una esperanza que pueda convivir con el fracaso, dirían no pocos, se convierte en una esperanza
melancólica, despojada de la alegría y el entusiasmo que se han considerado como sus notas
concomitantes. No hay más remedio que aceptar este veredicto que sin embargo queda atrapado
en nuestros patrones culturales de una alegría y un entusiasmo profundamente amalgamados
también con el éxito.
Un cristianismo contra-cultural, como creo que sería el más auténtico, tendría que beber más en
los patrones de las culturas subterráneas de los excluidos, casi siempre encriptados bajo
revestimientos culturales equívocos, que les permiten sobrevivir bajo la cultura dominante, pero
que apuntan a contra-valores que apenas asoman bajo fuertes capas de censuras. Yo me he
preguntado, por ejemplo, por qué la muerte violenta tiene tanta densidad ritual y festiva, aunque
se tenga que revestir de tantos símbolos negativos que la hacen aceptable entre los patrones
culturales dominantes. Nunca hemos logrado que la celebración de la Pascua compita en
densidad festiva con los Viernes Santos, a pesar de que la Pascua ritualiza con exhuberancia un
éxito sublime, que trata de hacer esfumar la pesadilla de fracaso del Viernes Santo. ¿Qué
ceremonia podrá superar el entusiasmo trágico de los funerales de los Kamikazes palestinos?
Hay alegrías que se revisten de tristeza. Hay entusiasmos que se revisten de tragedia. No es fácil
subvertir estructuras mentales configuradas por la centralidad del éxito.
En toda esta densidad festiva de la tragedia parece ocultarse algo que no puede expresarse de
otra manera en la cultura dominante, y es la convicción profunda de que es preferible sufrir la
injusticia que participar en la injusticia, aunque lo primero tenga todas las connotaciones negativas
del fracaso en la cultura dominante y lo segundo esté asociado a todos los éxitos y alegrías de la
cultura dominante.
Esta convicción la expresa un escritor marxista checo, Milan Machovec, en su hermoso libro
“Jesús para ateos”. Allí afirma que “un ateo que asume seriamente, hasta la muerte, la vida y el
esfuerzo por el movimiento que ama, sin cinismo y sin reservas oportunistas, puede muy bien
admitir que el momento en que Pedro descubrió que Jesús era todavía vencedor, aunque
solamente hubiera precedido una desoladora y concreta muerte en cruz, ha sido uno de los
momentos más grandes de la humanidad y de la historia”.
Pero para descubrir esto es necesario tomar conciencia de que la mayoría de las alegrías, éxitos y
triunfos de nuestra cultura dominante están asociados a la injusticia, y de que la construcción de la
justicia está ordinariamente asociada al fracaso y al sufrimiento, aunque posea el máximo poder
gratificante en un Evangelio contracultural.
Solo quiero señalar con esto último que los pozos donde bebe la contracultura son pozos
profundos, y no es fácil sumergirse en esos socavones.
Javier Giraldo M., S. J.
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