Viaje por la santa montaña de la Iglesia Ortodoxa. Llevado a cabo y narrado por primera vez en 1997. Y lo es ahora, este año. Porque sobre el Monte Athos los tiempos terrenales se hacen una sola cosa con el hoy eterno del cielo
por Sandro Magister

MONTE ATHOS – Se detienen los relojes, cuando de los vapores del Mar Egeo se ve aparecer de repente la cima del Monte Athos, porque allí las cosas son de otra época. El calendario es el juliano, atrasado 13 días respecto al latino que se ha impuesto en el resto del mundo. Las horas no se cuentan a partir de la medianoche, sino a partir de la puesta del sol. Y no es bajo el sol meridiano, sino en la oscuridad nocturna que el Monte Athos más vive y más palpita: de cantos, de luz y de misterios.
El Monte Athos es realmente una tierra santa que infunde temor de Dios. No es para todos. Por el momento no es para las mujeres, que ya son una buena mitad de los humanos. La última peregrina autorizada puso sus pies allí dieciséis siglos atrás. Se llamaba Galla Placidia, la de los mosaicos azul y oro de una iglesia de Ravena dedicada a ella. De nada le valió ser hija del gran Teodosio, emperador cristiano de Roma y Constantinopla. En la entrada de un monasterio del Athos, un ícono de la Virgen le ordenó: ¡Detente!, y le exigió abandonar la montaña. Dicen que desde el siglo XI ni siquiera los animales hembras – vacas, cabras, conejas – se atreven a subir impunemente al monte santo.
URANÚPOLIS
Uranúpolis, ciudad del cielo, último pueblo griego antes del sagrado confín, es un puesto de frontera muy especial. Carteles de hierro esmaltados advierten hasta el final que simplemente no la pasaréis bien si sois una mujer vestida de hombre o si os descubren sin los justos permisos. La sagrada epistassía, el gobierno de los monjes, os entregará a un tribunal de Grecia, el cual es siempre severo en la tutela de la extraterritorialidad del Monte Athos y de sus leyes de teocracia autónoma, sancionadas en la constitución helénica y de fuerte reconocimiento internacional.
Monjes sudados, con hábito y un gorro redondo mantienen a raya la muchedumbre de viajeros en busca de un pase. Muchos son los llamados pero pocos son los elegidos, dice el Evangelio. Y poquísimos son las autorizaciones de ingreso timbradas cada mañana con el sello de la Virgen. Aquél que recibe finalmente el símil de pergamino que autoriza la visita corre al muelle de embarque. Porque al Monte Athos se entra solamente por mar, en embarcaciones que tienen nombre de santos.
El lugar de desembarco es un pequeño puerto, situado en la mitad de la península, que se llama Dafne, como la ninfa de Apolo. Pero olvida al lejano Olimpo, que desde allí se vislumbra en las jornadas ventosas. Un viejo autobús panzudo, de color tierra también en las ventanillas, avanza con dificultad por la subida hasta Kariès, ombligo administrativo del Monte Athos, sede de la sagrada epistassía.
KARIÈS
En Kariès está la gendarmería, hay un par de callejones con tiendas que venden semillas de farro, íconos, granos de incienso y hábitos monacales; está la terminal de autobús y además una cantina. Hay también un teléfono público, que da toda la impresión de ser el primero y el último.
Kariès es un extraño y pequeño pueblo sin habitantes. Los pocos que acompañan son todos provisorios: monjes itinerantes, gendarmes, obreros jornaleros, viajeros perdidos. De allí en adelante se sigue a pie, horas de marcha sobre calles excavadas, sin sombra alguna, bajo nubes de polvo impalpable como cacao. O bien en camionetas alquiladas por uno de los extraños griegos provisorios. O bien saltando sobre el jeep de paseo, propiedad de los monasterios más modernizados.
Pero siempre con un gran suplicio para el cuerpo. El Monte Athos es para personas de carácter fuerte, para ascetas. De repente impresiona. Cada día de visita tendrá su via crucis de polvo, piedras y precipicios, porque en vuestro precioso permiso está escrito que no podéis permanecer más de una noche en un monasterio, y entre uno y otro hay horas de camino: es obligatorio peregrinar.
EL GRAN LAURA
Pero cuando arribáis exhaustos a uno de los veinte grandes monasterios… ¡qué paraíso! El Gran Laura, el primero de los veinte en cuanto a jerarquía, os acoge dentro de sus muros, suspendidos entre la tierra y el cielo, orientado hacia la punta de la península, justamente bajo la santa montaña. Se presenta un joven monje y os retira el pergamino y el pasaporte. Vuelve a presentarse como el ángel del Apocalipsis, después de un silencio en el cielo de casi media hora, ayudándoos a reponeros con un vaso de agua fresca, una copita de licor de anís, un terrón de gelatina de fruta y un café a la turca, con especias. Es el signo que habéis sido admitidos entre los huéspedes. Os toca un lecho, en un cuarto para seis personas, entre muros viejos de varios siglos, con las sábanas frescas agujereadas y una toalla. Desde ese momento haréis vida de monje.
O bien haréis lo que os parece. Los monasterios del Monte Athos no son como los de Occidente, ciudadelas amuralladas donde cada movimiento, cada palabra son bajo una regla colectiva. En el Athos hay de todo y para todos. Está el eremita solitario en el acantilado de roca, al que le mandan el pan de tanto en tanto con una cesta. Están los anacoretas en sus cuchitriles, apartados entre retamas y madroños, en la ladera de la montaña. Están los que no tienen una morada fija, siempre en camino y siempre inquietos. Están los solemnes cenobios de vida común, dirigidos por un abad, a quien se lo llama higúmeno. Están los monasterios pueblerinos, donde cada monje hace lo que hace a su ritmo.
El Gran Laura es uno de éstos. Dentro de sus muros hay plazas, caminitos, iglesias, pérgolas, fuentes, molinos. Las celdas forman un bloque, como en una kasbah oriental. Resaltan los tonos azules, mientras el rojo es el color sagrado de las iglesias. Cuando suena el llamado a la oración, con campanas de siete sonidos y con el martillar de las maderas, los monjes se dirigen al katholikón, la iglesia central. Pero si alguno quiere rezar o comer en soledad, nada le impide permanecer en su celda. También es así para el visitante, salvo que él tiene justamente pocas alternativas. A las vísperas acude impaciente. En la oración nocturna se prueba, rápidamente inducido a replegarse por el sueño. En la liturgia matinal se vuelve a poner a prueba, vagamente aturdido.
¿O embriagado? En el Gran Laura hay perfume de Oriente, de Bizancio. Hay aroma de ciprés y de incienso, fragancia de cera de abejas, de reliquias, de antigüedades misteriosamente próximas. Porque los monjes del Monte Athos no sufren el paso del tiempo. Os hablan de sus santos, de ese san Atanasio que plantó los dos cipreses en el centro del Laura, que construyó con fuerza hercúlea el katholikón, que modeló el monacato atonita, como si no hubiese muerto en el año 1000 sino apenas ayer, como si se lo hubiese encontrado personalmente y hace poco.
Santos, siglos, imperios, ciudades terrenales y celestiales, todo parece oscilar y fluir sin distancia alguna. A los visitantes se les ofrece que veneren, en el centro de la nave de la iglesia, los tesoros del monasterio: cofres de oro y plata con zafiros y rubíes, que engalanan la cintura de la Virgen, el cráneo de san Basilio Magno, la mano derecha de san Juan Crisóstomo. La luz del atardecer los enciende, los hace vibrar. Se encienden también los frescos de Teófano, maestro de la escuela cretense de los comienzos del siglo XVI; las mayólicas azules en las paredes, las madreperlas del iconostasio, del atril, de la cátedra.
Luego de las Vísperas se sale en procesión del katholikón y se ingresa, frente a la plaza, en el refectorio, que tiene también la arquitectura de una iglesia y que también está lleno de pinturas al fresco, hechas por el gran Teófano. Continúa la misma liturgia. El higúmeno ocupa un lugar en el centro del ábside. Casi cantando, un monje lee desde el púlpito historias de santos. Se come pan bendecido, sopas y hortalizas en viejas vajillas de hierro, en las fiestas se bebe vino color ámbar, sobre gruesas mesas de mármol talladas en forma alargada, a su vez apoyadas sobre soportes de mármol milenariamente viejos, pero que evocan los dólmenes de la prehistoria. También la salida se efectúa en procesión. Un monje ofrece a cada uno del pan santificado. Otro lo inciensa con tal arte, que también os queda el perfume en la boca durante un largo rato.
VATOPÉDI
Luego del Gran Laura, en la jerarquía de los veinte monasterios, está el Vatopédi. Surge sobre el mar, entre dulces colinas vagamente toscanas. Cuentan que allí se salvó el náufrago Arcadio, hijo de Teodosio. Y allí debió hacerse a la mar la hermana, Galla Placidia, la primera de las mujeres proscriptas del Monte Athos.
Así como el Laura es rústico, el Vatopédi es refinado. Y lo fue en demasía, en algún momento de su historia pasada: opulento y decadente. Hasta no hace muchos años albergaba monjes sodomitas, que deshonraron al Monte Athos. Pero luego se ha hecho presente el látigo purificador de un ramillete de monjes rigoristas llegados de Chipre, quienes alejaron a los réprobos e impusieron la regla cenobítica. Hoy Vatopédi se ha convertido en un monasterio de los más florecientes. Recibe jóvenes novicios desde la lejana América, hijos de emigrados ortodoxos.
Vatopédi es la aristocracia del Monte Athos. Dice solemnemente el higúmeno Efrén, de barba color cobre, ojos claros y voz melodiosa: «El Athos es único. Es el único Estado monástico en el mundo». Pero si es una ciudad del cielo sobre la tierra, entonces allí todo debe ser sublime. Como las liturgias, en el sublime Vatopédi lo son realmente, especialmente en las grandes fiestas de Pascua, Epifanía, Pentecostés. El peregrino vence el sueño y no pierde, por nada del mundo, sus maravillosos oficios nocturnos.
Ya la iglesia es de una gran fascinación: tiene forma de una cruz griega, como todas las iglesias del Monte Athos, admirablemente pintada con frescos por los maestros macedonios del siglo XIV, con un iconostasio refulgente de oros y de íconos. Pero el canto es lo que da vida a todo: canto con muchas voces, varonil, sin instrumentos, que fluye ininterrumpidamente también durante siete o diez horas de corrido, porque cuanto más grande es la fiesta tanto más se prolonga en la noche, canto o bien robusto o bien susurrado, como una marea que crece y se retrae.
Los coros-guías son dos: racimos de monjes reunidos en torno al atril, encolumnados en el respectivo transepto, con el maestro cantor que entona la estrofa y el coro que toma el motiva y lo hace florecer en melodías y en acordes. Y cuando el maestro cantor se desplaza del primer al segundo coro y atraviesa la nave a pasos veloces, su ligera capa con dobleces minúsculos se infla hasta formar dos alas majestuosas. Parece que volara, como las notas.
Y luego las luces. Hay electricidad en el monasterio, pero no en la iglesia. Aquí las luces son únicamente las que provienen del fuego: miles de pequeños cirios, cuyo elevarse, decrecer y moverse es también parte del rito. En cada katholikón del Monte Athos pende de la cúpula central, sostenido por largas cadenas, una lámpara de techo con forma de corona real, con una circunferencia parecida a la cúpula misma. La corona es de cobre, de bronce, de latón centelleante, alterna cirios e íconos, cuenta con huevos gigantes colgantes, los que simbolizan la resurrección. Desciende muy abajo, hasta casi ser rozado, justamente delante del iconostasio que delimita el sancta sanctorum. Otras fastuosas y doradas lámparas de techo descienden de las bóvedas de los transeptos.
Ahora bien, en las liturgias solemnes existe el momento en el que todas las luces se encienden: las de las lámparas de techo y las de la corona central. Luego se hacen oscilar las primeras, mientras se hace rotar la gran corona en torno a su eje. La danza de luces dura por lo menos una hora, antes que se aplaque lentamente. El palpitar de las miles de llamitas, el brillar de los oros, el tintineo de los metales, el cambio de colores de los íconos, la onda sonora del coro que acompaña estas galaxias de estrellas rodantes como esferas celestes: todo hace relampaguear la verdadera esencia del Monte Athos, su asomarse a los misterios supra-humanos.
¿Cuáles liturgias occidentales, católicas, son hoy capaces de iniciar en misterios similares y de inflamar los corazones simples con cosas celestiales? Joseph Ratzinger, ayer como cardenal y hoy como Papa, da en la tecla cuando diagnostica que el punto crítico del catolicismo actual se encuentra en la vulgarización de la liturgia. En el Monte Athos, el diagnóstico es inclusive más radical: a fuerza de humanizar a Dios, las Iglesias de Occidente lo hacen desaparecer. “El nuestro no es el Dios del escolasticismo occidental», sentencia Gheorghios, higúmeno del monasterio atonita de Grigoríu. “No puede haber interés en que exista o no un Dios que no deifica al hombre. Gran parte de las razones de la oleada de ateismo en Occidente se debe a este cristianismo funcional y accesorio”.
Le hace eco Vassilios, higúmeno del otro monasterio de Ivíron: «En Occidente manda la acción, nos preguntan cómo podemos permanecer tantas horas en la iglesia sin hacer nada. Yo respondo: ¿qué hace el embrión en el útero materno? Nada, pero dado que está en el vientre de su madre se desarrolla y crece. Así es el monje. Custodia el espacio santo en el que se encuentra y está custodiado, plasmado por este mismo espacio. Aquí está el milagro: estamos entrando en el paraíso, aquí y ahora. Estamos en el corazón de la comunidad de los santos».
SIMONOS PETRA
Simonos Petra es otro monasterio que está a la cabeza del renacimiento atonita. Se yergue sobre un espolón rocoso, entre la cumbre del Monte y el mar, con las terrazas cayendo a vértigo sobre el precipicio. Eliseo, el higúmeno, ha llegado recién de un viaje en el que recorrió los monasterios de Francia. Aprecia Solesmes, baluarte del canto gregoriano. Pero juzga a la Iglesia occidental demasiado “prisionera de un sistema”, demasiado “institucional”.
Por el contrario, el Monte Athos – dice él – es espacio de los espíritus libres, de los grandes carismáticos. En el Athos “el logos se desposa con la praxis”, la palabra con los hechos. “El monje debe mostrar que las verdades son realidades. Debe vivir el Evangelio en forma perfecta. Es por eso que la presencia del monje es tan esencial para el mundo. San Juan Clímaco afirmaba: luz para los monjes son los ángeles, luz para los hombres son los monjes».
Simonos Petra hace escuela, también fuera de los confines del Athos. Ha dado vida a un monasterio para monjas, unas ochenta, en el corazón de la península Calcídica. Ha hecho surgir otro, próximo al límite entre Grecia y Bulgaria. Ha abierto otros tres núcleos monásticos inclusive en Francia. Es un monasterio culto, dotado de una rica biblioteca. En lo más profundo de la noche, antes de la liturgia antelucana, sus ochenta monjes velan en la celda, desde las tres hasta las cinco, leyendo y meditando los libros de los Padres.
Monte Athos insomne. Sin tiempo que no sea el de las esferas angelicales. Dejarlo es una dura sacudida, inclusive para el visitante más desencantado. Se retorna a Dafne en el trasbordador. El ronquido cadencioso de los motores compite con los relojes mundanos. La muchacha griega, la primera que os sirve el café en Uranópolis, sale al encuentro como una aparición, con la fulgurante belleza de una Niké de Samotracia.
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En la ilustración bajo el título, un detalle de la «Maestà» de Duccio da Buoninsegna, 1308-11, Siena, Opera del Duomo.
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Traducción en español de Juan Diego Muro, Lima, Perú.
http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1337041?sp=y
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