Unos 400 misioneros guipuzcoanos, entre sacerdotes y laicos, tiene censados el departamento de Misiones Diocesanas del Obispado donostiarra. La mayoría desarrollan su labor en Latinoamérica, «por cuestiones de idioma», señala Lourdes, la encargada de gestionar esta sección que busca encontrar el equilibrio entre la solidaridad y la propagación de la fe cristiana. Hay hombres y hay mujeres. Y muchas. En lugares tan alejados como Miammar, la antigua Birmania, donde una misionera mayor aún trabaja para los más pobres. O en Pakistán, un país que es noticia casi cada semana por terrorismo. No rehuyen zonas calientes del globo. Los hay en el Magreb –Mauritania, Argelia–, en Mozambique, Israel, República Democrática del Congo… Más lejos, pero más tranquilo, trabaja otro misionero en Australia.
Manuel Martínez. Donostiarra. Bogotá (Colombia): «37 años en esta tierra me han humanizado»
O«La verdad es que yo no me siento ‘misionero’. Simplemente un ‘cooperante’ solidario del mundo», escribe el sacerdote donostiarra Manuel Carlos Martínez Ibáñez, desde Ciudad Bolívar, un barrio de Bogotá, la capital colombiana. «Las fronteras son obra humana y lo único importante es estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Así fue mi venida a Colombia», precisa, donde lleva más de tres décadas. Y añade: «Desde siempre llevo en mi corazón la opción por los empobrecidos y tanto allí como aquí he procurado compartir y vivir con ellos y para ellos. Simplemente servir, por aquello de que ‘sólo el que vive para servir, sirve para vivir’. No es un slogan sino un sentido de vida. Lo demás ha llegado por añadidura: educación popular, experiencias campesinas, barrios populares de invasión y demás cositas propias de la opción. No me considero ni más ni menos que todos los servidores. Estos últimos treinta y siete años de mi vida ’gozados’’ en esta maravillosa y dolorida tierra me han humanizado y, por qué no, divinizado». Cumple su labor con entrega y dedicación y por eso recalca que «soy feliz, tanto por haber nacido en Euskadi como por vivir aquí. No me siento solo, pues muchos amigos y amigas de Euskal Herria han venido a pasar temporadas conmigo y me han fortalecido con su entrega y testimonio solidario. ¡Y siguen viniendo! Espero que quien lea esto también se regale esa oportunidad. Aquí siempre hay una cama y un plato de comida para compartir y buen trabajo para desarrollar sus potencialidades al servicio de los empobrecidos».
Da las gracias a este periódico. «Lo leo por internet y no es ‘lambonada’, ahí decís ‘dar coba’». Desde aquel continente Manolo Martínez manda «un abrazo de este hijo de Ondarreta. Seguimos trabajando por construir ese mundo nuevo que muchos han soñado y que poliki, poliki va siendo realidad. Si alguien lo duda, que se de una vuelta por esta Ciudad Bolívar de Bogotá, aquí me encontrará, si Dios quiere. Postdata: Por aquí dicen que lo que no se conoce no se puede amar, y conocer es algo más que ‘contar’, es vivirlo. ¡Os espero!»
María Jesús Aranguren. Lasartearra. La Paz (Bolivia): «La mitad de la gente es menor de 20 años»
ONací en Pamplona «pero he vivido desde los 9 años en Lasarte», adelanta María Jesús Aranguren su presentación en un largo correo electrónico desde El Alto, junto a la capital boliviana de La Paz.
«Pertenezco a una comunidad misionera llamada Adsis, constituida en Fundación Adsis como ONG sin ánimo de lucro para desarrollar proyectos de promoción humana y social entre los sectores más desfavorecidos». La comunidad está en Bolivia desde el año 2003 «y llegué en el 2005. Vivimos en El Alto, al lado de La Paz que es la capital administrativa, a 4.000 metros de altitud, rodeados por la majestuosa Cordillera Real de los Andes».
Explica que en El Alto, el proyecto se ubica al sur, en un barrio de la periferia que se llama Senkata, donde viven más de 40.000 personas de origen aymara, en su mayoría familias emigrantes procedentes del campo y la minería. El Alto tiene cerca de un millón de habitantes y Senkata es una zona en crecimiento permanente. «Nos encontramos con una población muy joven, el 52% es menor de 20 años y el grupo mayoritario es el de los niños menores de 10 años».
Según las Necesidades Básicas Insatisfechas del estudio realizado por el Instituto Nacional de Estadística de Bolivia, la pobreza de este distrito alcanza al 99% de la población, es decir, sólo 1 de cada 100 habitantes no es pobre.
Describe María Jesús Aranguren la realidad nutricional y de salud: «Predomina el trabajo informal de las madres lejos de la casa, es decir, la venta ambulante todo el día en los mercados de El Alto. De manera que un gran número de niños pasan unas horas en la escuela y el resto del día están solos en casa, teniendo ellos mismos que alimentarse y cuidarse. Hay un alto índice de desnutrición: en menores de 5 años es de un 30%, siendo la desnutrición moderada-severa de un 7%. Desde ahí se entiende que exista tan alta mortalidad infantil, 77 menores de un año por cada 1000 nacidos vivos.
Tras varias reuniones con dirigentes vecinales, directores de colegios, centros de salud y personas representativas del barrio «decidimos construir el Centro Utasa, (que significa nuestra casa en aymara)». El centro quiere ser una oferta socio-educativa. Atiende a 90 niños y jóvenes.
Una de las áreas es el apoyo escolar de niños y jóvenes donde pueden desayunar, comer o merendar y recibir apoyo escolar. «Además trabajan hábitos de limpieza, higiene y socialización». Un día a la semana se duchan con agua caliente que no tienen en sus casas.
El Centro Utasa tiene una biblioteca abierta al barrio. También hay dos ordenadores, uno de ellos con conexión a internet. También hay un aula de ordenadores. Existe un centro juvenil en el que se desarrollan actividades y cursos.
En el Centro Utasa hay otra área que son los proyectos productivos. Consiste en la crianza de cuys (especie de conejo andino), gallinas ponedoras y carpas solares (invernaderos). Este proyecto ha ido evolucionando a lo largo de estos 4 años. «Al principio el objetivo fue mejorar la nutrición familiar. Para ello les enseñamos a criar cuys. También construimos carpas solares en los patios de las casas, donde producen verduras y hortalizas de forma ecológica. Y a criar gallinas para consumir huevos. Las mujeres ya no son solamente amas de casa, sino productoras».
Ellas han formado una asociación que se llama Aprodamh (Asociación de Productoras de Animales Menores y Hortalizas) con el objetivo de incorporar nuevas mujeres y crecer y mejorar. «Este año se están organizando p ara trabajar en carpas comunitarias».
A la hora de financiar el proyecto HAN procurado no ser asistencialistas. Los resultados de esta labor son positivos: Los niños se alimentan mejor, los jóvenes hacen amigos, las mujeres realizan proyectos productivos y aumentan su calidad de vida y autoestima.
«Toda esta labor la realizamos con gente boliviana. Yo soy trabajadora social y tengo la suerte de poder trabajar con las familias y mujeres. Acompaño y dinamizo a las mujeres productoras y visito las casas para realizar un informe social de los niños que vienen al apoyo escolar y hacer el seguimiento de los casos con dificultades. Siempre soy bien recibida y me ofrecen un refresquito. A veces sienten vergüenza de la humildad de sus casas pero nos dan lecciones de dignidad viviendo con tan poco y luchando cada día por llevar la comida a sus hijos.
Me queda agradecer esta experiencia por darme cuenta que he nacido en un país privilegiado donde no me ha faltado lo necesario: salud, educación y el apoyo de la familia, tan importantes en la vida.
La verdad es que la ciudad de Donostia es preciosa y el mar, los pintxos, el pescado se echa un poco de menos, pero cuando voy por allí aprovecho. En principio iré el verano del año que viene.
Mari Carmen Markuleta. Oñatiarra. Bogotá (Colombia): «Las periferias se llenan de desplazados»
OReligiosa Mercedaria de la Caridad, lleva 23 años en tierras americanas. «Actualmente me encuentro en Bogotá, Colombia, desde hace tres años dentro de mi comunidad desde donde realizo diferentes labores: me desplazo varios días a la semana a Ciudad Bolívar, una zona extensa de la periferia de la metrópoli con casi un millón de habitantes que pueblan las partes bajas y los cerros de esta área marginal. Cada día llegan decenas de familias de otros departamentos del país huyendo de la violencia», cuenta esta animosa oñatiarra.
El lugar donde realiza su misión se encuentra dentro de la parroquia Santo Domingo de Guzmán, a unos tres mil metros de altitud. «Las viviendas son muy humildes, aunque hay agua y electricidad, pero debido al creciente número de desplazados que cada día aparecen, en muchos barrios falta saneamiento, servicios básicos y oportunidades de trabajo para las familias».
Allí trabaja con grupos de adultos mayores en la formación, «también visitando las familias que viven en condiciones muy precarias, atendiendo el área de la salud y otras necesidades básicas». La parroquia tiene muchos programas sociales, educativos y religiosos para atender la población tan extensa de su área.
Con unos 45 millones de habitantes, Colombia es el tercer país más poblado de América Latina. «Entre sus gentes, diversidad de etnias indígenas con sus idiomas diferenciados, comunidades afrodescendientes, mestizos, blancos y mulatos además de otras razas. Paraíso tropical con una extraordinaria belleza natural y una amplia diversidad biológica y cultural. Hogares de gente alegre, honesta, y trabajadora. El pueblo colombiano es además amante de la música –cumbia, vallenato–, del baile, del teatro, el folklore, sus tradiciones…», describe.
Hay una gran variedad de riqueza artesanal «hecha por manos indígenas cuyo arte ha trascendido las fronteras del país».
No puede olvidar que el país vive «desde hace décadas un conflicto armado debido a la presencia de grupos guerrilleros, narcotraficantes y paramilitares al servicio de los poderosos. Esto ha ocasionado además de sufrimiento, muerte y dolor, un éxodo masivo de campesinos e indígenas a otras zonas del país. Así pues, las zonas periféricas urbanas se han poblado de miles de desplazados forzosos con la consiguiente pérdida de la identidad en algunos casos, aumento de la mendicidad, pobreza e inseguridad».
En un ambiente marginal, violento y doloroso «provocado por esta guerra que se libra en el país desde distintos frentes y que ha provocado uno de los mayores éxodos de la historia, el estar entre ellos, las familias que han debido dejar su tierra, sus bienes y muchos su vida, es un signo de humanidad, cercanía y solidaridad, tratando de acompañar procesos dolorosos, de conseguir lo necesario para la subsistencia, educación, trabajo y mejora de su salud.
Colaboramos con organismos de derechos humanos apoyando a líderes campesinos e indígenas muchos de ellos amenazados y que luchan por recuperar sus tierras arrebatadas por grupos violentos». Regresa a casa cada dos años por un par de meses. «Viene bien desconectar, disfrutar de la familia, amigos y hermanas religiosas, cargar las pilas y regresar de nuevo».
Sol Zapiain. Donostiarra. Venezuela: «Conviven criminalidad y acogimiento»
OEs misionera itinerante de las Comunidades Neocatecumenales «y nuestra labor es, principalmente, la evangelización de adultos: formamos comunidades donde se pueda vivir la fe», narra Sol Zapiain.
«Llevo doce años en Venezuela, primero siete en Cumaná –la primogénita del Continente– y ahora, en uno de tantos cerros que forman y rodean esta gran ciudad que es Caracas, en Casa Blanca, que aunque tiene nombre de película, es una zona extremadamente difícil y donde la vida es muy dura y con grandes índices de criminalidad e inseguridad. Pero con una gente extraordinariamente acogedora en su sencillez y receptividad».
Ofreció su disponibilidad a la Iglesia «y me tocó venir a este país, que ya siento como propio, y he llevado a cabo distintas actividades: desde dar clase de literatura en la universidad, de filosofía en los seminarios, de religión en los colegios, a catequesis de confirmación en las parroquias y talleres de crecimiento espiritual a profesores, además de la catequesis de adultos ya citada».
Es casi imposible cuantificar sus logros. «El misionero simplemente siembra. Pero sí que hay una satisfacción al ver nacer una comunidad, encontrarse con los hermanos, con los seminaristas convertidos en sacerdotes…, e incluso enseñar a cocinar tortilla de patatas a la panadera».
Echa de menos el txoko, «pero tengo la suerte de ir todos los años para mantener el vínculo con mi comunidad de origen, que está en Oiartzun, generalmente en los meses de agosto y septiembre. Este año he estado también en Navidad por motivos familiares».
Dice que lleva «una vida sencilla al servicio del Evangelio, compartiendo los gozos y las esperanzas de la Venezuela del siglo XXI».
Estos son ejemplos de solidaridad real, humana y trascendente, en el que el papel primordial lo tienen unos guipuzcoanos que se han solidarizado tanto con los más pobres que casi, casi, parecen más ser necesitados que imprescindibles.
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