(Ricardo Aguilar Bugeau, historiador argentino).- La Iglesia Católica se desprende de sus bienes inmobiliarios e inversiones suntuosas, y con el dinero recaudado crea un Banco Solidario, es decir un Banco que otorga préstamos hipotecarios, o créditos para industrias pequeñas y medianas; donde el interés con que se regirán los préstamos, estarían regulados a la suba o a la baja del precio de un conjunto de comodities: petróleo, azúcar, trigo, maíz, soja, etc.
Un Banco no usurario, o usurero, sino un Banco cristiano, un Banco abierto al hombre industrioso y pobre, al necesitado de vivienda, donde el dinero de cada cuota del préstamo otorgado genera un reflujo constante de más dinero, el que servirá para seguir prestando.
La tasa de interés referencial hacia los precios de productos de alta y permanente demanda, es la novedad que le dará a ese Banco su fundamento en la justicia distributiva, precisamente ese será su valor intrínseco y moral, su eje desde el cual no es posible salirse.
Esta es la noticia que todos los creyentes estamos esperando desde hace tantas inclemencias del tiempo, quizá cuando la leamos en todas los diarios del mundo, quizá ese día empiece a ser realidad la civilización del amor que predicaba el Papa Pablo VI, sino seguiremos todos engañados creyendo en una civilización de amor, cuando de verdad es una utopía monumental, una fantasía satánica.
Suntuoso significa: magnífico, grande, y costoso. Dicen de la persona magnífica en su gasto y en su porte.
Es obvio que a Jesús no le cabe este rasgo, este perfil en su persona divina y humana, pues desde su nacimiento en Belén adentro de un establo para animales, revela, -es lo primero que revela- un signo evidente de desapego hacia todo aquello que se aproxime a lo suntuoso, en todo caso muestra exactamente lo opuesto, entonces ¿porque sus discípulos no lo siguieron?
¿Porque un obispo, un nuncio apostólico, tienen que vivir en palacetes? ¿Para qué la Iglesia tiene bienes?, ¿casas y campos, inversiones y negocios?, ¿para que las quiere? En esta categorización no entrarían las obras de arte expuestas al público en el Vaticano, tampoco los templos ni los colegios ni hospitales, no se trataría de un saqueo al estilo Enrique VIII en el siglo XVI en Inglaterra; o los que hubo con la Reforma en Alemania y Suiza; y los que se hicieron en Francia con la revolución francesa.
Las respuestas acerca de estas cuestiones igual tendrán que contestarlas cada uno de los Papas, obispos y sacerdotes en el día del juicio final, por ahora los creyentes debemos seguir desentrañando esta contradicción estructural y casi dogmática, el que pueda hacerlo que lo haga, y el que no pueda con la contradicción que se vaya de la Iglesia, es lo que pasa aquí en América latina con la gente pobre, prefieren la simpleza de los pastores evangélicos que no viven rodeados de suntuosidad.
El secularismo que no es otra cosa que el aburguesamiento y relativismo moral de la vida religiosa, la caída en una fe ambigua en Cristo, es el fruto amargo de la modernidad, y consecuencia de la cultura consumista de la época, el apego a lo suntuoso está alojado como un cáncer en la jerarquía de la Iglesia. Es ahora cuando el Evangelio pierde su savia. Creímos que su consistencia revolucionaria debería anidar en el corazón del hombre, según se entiende de lo que Jesús nos provoca, es decir, llevar a la plenitud toda la creación.
Pero no solo se deduce de sus palabras, sino de toda su vida y muerte en la cruz, es la revolución cultural, política, social, económica, una revolución cósmica causada por su amor al hombre, una revolución pacífica, salvífica, escatológica. Es la revolución por excelencia, la que debe ser realizada en todo el mundo, la revolución del amor que transfigura la totalidad del ser.
En esa línea hoy no basta solo la predicación oral o escrita del reino de los cielos, la sola palabra no basta, sino la conversión del corazón de sus seguidores, de quienes radicalizan su entrega sacral y su vida a la misión. Una conversión auténtica que se pueda ver en la imagen, allí donde está instalado el poder del mundo, en la televisión y en Internet. Ver a un obispo como se la veía a la Madre Teresa viviendo junto al pobre, a un nuncio pidiendo limosna en las calles, al Papa descalzo como Pedro caminando por las orillas de las ciudades, a los sacerdotes viviendo entre cartones, zaparrastrosos como andaba San Francisco de Asís.
Si esto lo pudiéramos ver con nuestros ojos la mundanidad del mundo, la suntuosidad del capitalismo quedaría al descubierto, quizá habría menos hambre y guerras en el mundo si los consagrados se hicieran cristianos de verdad. Pero al no suceder esto, todo se afloja, se diluye, si la sal no sazona es mejor tirarla y quemarla.
La pobreza es un mandato explícito del Señor a sus apóstoles, no es un consejo implícito, como puede ser el celibato o la obediencia, sin embargo la tentación del pecado de la codicia pudo más. La tentación de lo magnífico, grande y costoso fue de un grado de seducción tan grande, tan irresistiblemente poderosa que llegó de la mano del poder, el poder que los pueblos de Europa iban dándoles a los obispos, poder que los mandatarios romanos y emperadores recién convertidos a la nueva religión otorgaban a la reconocida religión, a partir de Constantino en el año 313 cuando se declara a la religión católica como la religión oficial del Imperio.
Ahí quizá se inaugura el famoso ejercicio de la diplomacia vaticana, desde entonces subrepticiamente se va cediendo a la tentación de lo suntuoso, pasando por los Médicis hasta la fecha. No es esta una explicación única y excluyente, apenas un bosquejo en la memoria.
Por lo tanto la palabra clave para entender la crisis de la Iglesia, la crisis de fe en la autoridad de su institución secular, en su jerarquía sacerdotal, sea una sola palabra: suntuoso, suntuosidad. Es decir, algo que tiene que ver con su cultura institucional y política, con su apariencia física, sensible y material, gestual, escénica, con la que Ella se muestra ante el mundo, el que se cae a pedazos.
Esta crisis trae, -aunque no necesariamente-, una crisis de fe en Cristo, en el misterio de su amor divino como presencia presente de la gracia de Dios en el mundo. Y aunque esta realidad es divina, no obstante es la fe del creyente la que padece el conflicto, la fe aguanta hasta que puede mientras pierde credibilidad la institución fundada por Cristo, pues no es posible separar a la Iglesia de Cristo, sería algo así como estar echándolo a Jesús del templo, como una maligna venganza.
Hoy la Iglesia no puede llegar a medir su triunfo ante la historia bajo el secularismo que reina en el mundo, aún no está plasmada la revolución, la que aún no atisba su aurora, la nueva forma para esta nueva época, como diría Romano Guardini.
Por eso la crisis es crisis, porque la Iglesia está confrontada consigo misma, confronta en su propia conciencia, su cuerpo místico con su cuerpo físico, su esencia con su existencia. Y esta es la peor de las confrontaciones pues al perder una pierde la otra.
Esta exclamación pareciera exagerada y apocalíptica, pero no novedosa en el devenir de sus dos mil años de existencia, pues respecto de sus bienes materiales la Iglesia pasó por varias crisis de identidad, de fariseísmo, e hipocresía cristiana.
La filosofía de vida austera que propone Cristo en su Evangelio es terminante, particularmente para sus apóstoles, allí no caben hermenéuticas teológicas sutiles, es muy claro lo que dice Jesús respecto de las riquezas, lo entiende cualquiera, por eso lo que cuenta es la superación de la crisis. Cristo nos incita a dar un salto, nos exhorta a creer. ¿Crees tu esto? Sin ese salto no hay resurrección, no vuelve la vida al mundo.
De este miedo hablaba Juan Pablo II, era del temor al salto, cuando se cree en aquello que no se ve se da un salto al vacío, pero aún sabiendo que hay un vacío el hombre igual se lanza. Sin esta experiencia existencial el hombre no se religa con el misterio, no conoció el sentido del misterio, ni lo invisible y metafísico de la realidad, no entendió nada.
Para la Iglesia y el mundo católico es patético este disloque ontológico presente, entre lo que muestra y lo que se predica, que el hecho de no actuar enérgicamente para desprenderse de sus bienes suntuosos, las riquezas lograrán convertirnos a todos en los nuevos farsantes, quedamos fuera del tiempo y del espacio como misterio y como sacramento, y la fe escondida y olvidada en el fondo del templo, sola sin orantes, inmoderada de la misericordia de Cristo.
http://www.periodistadigital.com/religion/opinion/2011/11/24/iglesia-bienes-inmobiliarios-banco-cristiano-iglesia-religion-obispos-bienes-dinero-argentina.shtml
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