Leila Rosa Betancur es una misionera laica que dirige y coordina programas de salud para la población colombiana, dentro de los proyectos dirigidos por la organización católica Manos Unidas. Ha creado grupos de mujeres a las que ha instruido para promover sus derechos. Además, ha trabajado con los indígenas transmitiéndoles conocimientos de salud. Nació en 1944 en Medellín (Colombia) y, más tarde en Bogotá, estudió auxiliar de enfermería, profesión que ha ejercido durante toda su vida. Estos días, Leila Rosa Betancur ha estado en España, junto con su compañera Claudia Patricia Patiño, para explicar su labor solidaria, coincidiendo con el inicio de la campaña anual de Manos Unidas, cuyo lema de este año es El desarrollo, camino para la paz.
-Lo que nos llega de la realidad colombiana, sobre todo en Europa, parece que siempre es muy negativo: asesinatos, terrorismo, narcotráfico, el último atentado terrorista… Pero seguro que la realidad del país presenta otros muchos elementos interesantes, positivos y negativos.
-La realidad colombiana suele llegar fuera del país en fragmentos muy descontextualizados y, por tanto, aparece muchas veces deformada. La guerra tiene una historia larga en Colombia y, si se ha llegado a este momento de degeneración, es porque la misma dinámica de la guerra es muy perversa. Para sentarse a dialogar, casi se exige que el enemigo demuestre una capacidad destructiva muy grande. Cuando la guerrilla de las FARC quiso convertirse en fuerza política, se le asesinaron selectivamente 5.000 dirigentes. Ellos se quisieron convertir en potencia militar y, cuando lo consiguieron y empezaron a mostrarse destructivos creando unas condiciones de muerte y violencia, entonces el Gobierno se sentó a negociar. Por tanto, no aceptaron a las FARC cuando quisieron ser fuerza política pero, cuando son potencia de muerte, la cosa cambia radicalmente. Estos atentados terroristas que ocurren en Colombia, que son terribles, forman parte de esa dinámica de perversidad e inmoralidad que tiene la guerra en sí misma.
-¿En qué zona de Colombia trabaja usted?
-En la diócesis de Quibdó, en el departamento del Chacó, una zona que tiene acceso a los dos océanos, el Atlántico y el Pacífico. Me enfrento a una realidad muy dura porque, aunque se trata de una región rodeada de riquezas enormes, carece absolutamente de servicios públicos. No hay ni agua potable, ni energía eléctrica, ni teléfono, ni industrias, ni bancos, ni colegios de secundaria, ni puestos de salud… La única presencia del Estado son escuelas de primaria mal atendidas y mal dotadas, porque los maestros no quieren irse a esas zonas de difícil acceso y de mucho peligro por el orden público. La diócesis está realizando un trabajo muy evangélico, de mucho compromiso con la justicia porque, en medio de toda la guerra que se está librando en lo que muchos llaman «la esquina de América» refiriéndose a Colombia, refuerza la resistencia del campesino, el gran perjudicado por la actual situación.
-¿Qué es exactamente lo que perjudica a los campesinos?
-Están planeados en el departamento grandes proyectos económicos, que son los que están llevando la muerte a los campesinos. Se quiere desplazar al campesino y dejar el territorio libre para una serie de empresas. Y la diócesis ofrece apoyos en salud, en reparación de las viviendas destruidas por la guerra, en herramientas, en mercados… Con eso desbarata los planes de desalojo. Todo el trabajo, unido a unas valientes denuncias que hace la propia Iglesia local, nos sitúa entre los amenazados. En todo el contexto de apoyo a las familias campesinas para que resistan, se encuentran los proyectos de solidaridad que Manos Unidas ha llevado hasta Colombia. Cuando se dota a las comunidades campesinas de recursos para elevar su nivel de vida, para que sus condiciones de vida sean más dignas, el campesino siente que tiene que perder mucho si abandona eso. Y nuestro río y nuestras comunidades ostentan, gracias a Dios, ese título de ser el área del país de la que menos campesinos se han ido. Precisamente cuando les preguntamos por qué, nos dicen que fuera de su tierra tienen mucho que perder, y por eso Manos Unidas ha enviado unos recursos a esa zona.
-Usted es misionera laica, una figura que va a más en la vida de la Iglesia. ¿Cómo está organizado su trabajo dentro del proyecto de Manos Unidas?
-Somos un grupo organizado, con unos estatutos, y trabajamos con la Iglesia a tiempo completo, es decir en condiciones de dedicación exclusiva. Ahora estamos en la diócesis de Quibdó, cuyo titular es monseñor Fidel León Marín, y nos encargamos de realizar tareas pastorales y evangelizadoras en la zona del río Arquea y en Quibdó, donde estamos con desplazados en una parroquia recién creada para atender a 7 barrios nuevos que constituyen una nueva realidad de población precisamente como consecuencia del fenómeno del desplazamiento.
-En los templos españoles, Manos Unidas celebró el 9 de febrero la colecta anual para su campaña, que este año tiene como lema El desarrollo, camino para la paz. Usted ha estado unos días ahora en España precisamente para dar a conocer el proyecto en el que trabaja, que además es precisamente el que Manos Unidas ha elegido para destinar la colecta de la diócesis de Barcelona. ¿Qué es lo que más le han preguntado a usted estos días?
-Sobre todo por esa guerra tan larga que sufrimos los colombianos y que parece que no tenga solución. Las veces que hemos querido solucionar el conflicto y encontrar un camino distinto a la guerra, nos hemos visto abocados a que algún acontecimiento, de esos que son como intencionados, rompa el proceso. Por ejemplo, han sido asesinados 7 candidatos a la presidencia. Lamentablemente, el pueblo colombiano no ha podido elegir nunca a una persona que represente una garantía seria de transformación y de que desaparezca esa estructura de injusticia. El caldo de cultivo de nuestra violencia se ha generado en el pasado, porque la tenencia de la tierra ha sido totalmente injusta. Cuando se quiso poner en marcha una reforma agraria, se hizo al revés; las mejores tierras de los campesinos pasaron a ser propiedad de los terratenientes, mientras que se entregaron las peores y las más áridas a los propios campesinos. Cuando tuvimos una persona que parecía que iba a representar los intereses de los trabajadores, Jorge Lieser Gaitán, fue asesinado. Y en ese momento, se desencadenó ya con más violencia toda la guerra, que lleva 54 años.
-¿A alguien le conviene que esta guerra no se acabe?
-Esos intereses internacionales de las multinacionales, que son ya las verdaderas dueñas de nuestros países, son los que provocan que la guerra en Colombia sea larga. Es muy triste decirlo pero, de esta manera, nos debilitan y las negociaciones son más fáciles para satisfacer precisamente esos intereses empresariales.
-Hace justo un año, parecía que Colombia veía el final del túnel. Se habló del 7 de abril de 2002 como fecha para un alto el fuego total. ¿Por qué se rompió aquel esperanzador diálogo con Andrés Pastrana como presidente?
-Por falta de una verdadera voluntad, en las dos partes, de hacer la paz. A Pastrana le faltó mucha claridad en su plan de paz. Los colombianos no pudimos conocer nunca cuál era realmente el proyecto pacificador del presidente. Evidentemente, en las FARC, tampoco había una honestidad porque, si se trataba un punto, ese punto quedaba siempre ligado a otros, y nunca se veía una intención seria de convenir algo o llegar a un acuerdo.
-Además de la voluntad, ¿qué necesita Colombia para alcanzar la paz?
-Se necesita un apoyo internacional de vigilancia, para que las partes cumplan el acuerdo al que lleguen, y también que se prevean sanciones cuando se viole. Pero todo esto debe llevarse a cabo sin la injerencia que ahora tenemos, por ejemplo, con el llamado Plan Colombia promovido por Estados Unidos, por cierto, antes del 11 de septiembre de 2001. Por tanto, la guerra colombiana no ha necesitado de aquellos terribles atentados para ver aumentada su capacidad destructiva. El Plan Colombia se planteó como un apoyo estadounidense para erradicar el narcotráfico. Pero todos sabíamos que, detrás de eso, iba claramente la intención de apoyar militarmente al Gobierno para luchar contra la guerrilla. Hoy esto ya está desenmascarado y el dinero de aquella iniciativa pasa directamente al ejército.
-Pero el clima violento no se produce sólo entre el ejército y las FARC. Es un conflicto mucho más complicado, ¿no?
-Sí. Tenemos muchos ejércitos: dos guerrilleros, el regular, un proyecto de ejército de civiles que plantea ahora el presidente Álvaro Uribe… Por ejemplo, quiere establecer por ley que los ciudadanos podamos llevar armas. Pero la solución no es armar más al país, porque muchísimos colombianos creemos que la guerra no es la solución y que la paz no la vamos a conseguir sino a través de la justicia. Si repasamos el caldo de cultivo, todo se resume en un solo dato: 30 millones de personas que viven en la pobreza sobre 44 millones de colombianos. Además, 10 millones viven en la miseria, la administración reconoce un 20 por ciento de desempleo (creemos que es mucho mayor), no hay acceso a la sanidad, ni a la educación, ni a la vivienda digna… Entonces, ¿cómo queremos tener paz?
-Pero ciertamente Colombia es mucho más que la guerra: es cultura, tradiciones, sentido del humor…
-Cuando salgo del país, siempre agradezco mucho que me digan esto. Fuera de Colombia, cuando alguien oye hablar de esta nación, siempre se queda con la imagen exclusiva de la sangre y la violencia. Pero quien conoce Colombia aprende a amarla. Y está claro que, a pesar de todo, hay muchos motivos para ello.