Desde esta perspectiva, intentamos descubrir en qué medida y cómo estas injustificables agresiones a menores pueden estar facilitadas por o relacionadas con una manera de entender y vivir en una colectividad como la Iglesia católica. Y aquí sí podemos aportar nuestra experiencia y nuestro conocimiento de la realidad eclesial desde dentro; también, nuestra visión crítica. Algunas precisiones de entrada
A pesar del secretismo reinante en la Iglesia católica en torno a temas considerados delicados, hace ya muchos años comenzaron a denunciarse casos de abusos de menores cometidos por clérigos… Las primeras noticias venían de USA; incluso había informaciones que hablaban del importante endeudamiento de algunas diócesis, ocasionado por las grandes sumas de dólares destinadas a indemnizar a las víctimas de estos criminales hechos.
Irlanda, nos sorprendió hace meses con noticias de la misma índole; después, Alemania y Bélgica. Y sería gratuito aventurar que hemos llegado al final… Como caso más llamativo, Marcial Maciel, fundador de los “Legionarios de Cristo Rey” (obra y persona que se encontraban entre las más valoradas del anterior pontificado) ha sido hace poco gravemente sancionado por abusos cometidos con sus mismos discípulos.
Es fundamental tener en cuenta que nos estamos refiriendo a agresiones realizadas contra menores, enedades especialmente vulnerables y en situaciones que han marcado sus vidas de forma profunda, más o menos definitiva. Y que se trata de la agresión en un valor clave de la realización de cada persona, en un nivel básico de su propia intimidad. Nuestra sensibilidad ante el valor de cada ser humano, de su riqueza y su sufrimiento, sigue siendo uno de los más importantes retos de hoy y de mañana, si realmente queremos merecer al adjetivo de humanos.
Por supuesto, sería injusto pensar que se trata de un abuso específico o exclusivo cometido por célibes: tristemente esas agresiones suceden -y, tristemente, seguirán existiendo- en otros entornos, incluso en el interior de las mismas familias, y tienen también como agresores a hombres casados. Pero también sería arbitrario e interesado atribuir la publicación de estos delitos a una campaña de descrédito y persecución hacia la Iglesia católica. Es fácil caer en la caricatura de un colectivo como el clero; pero también este colectivo utiliza con frecuencia el victimismo para no afrontar análisis serios…
Gracias a la sensibilidad actual y al progreso que supone, hoy podemos decir que se trata de delitos injustificables y que deben ser perseguidos por la justicia como cualquier otro delito, con todos sus agravantes; y que la consideración del mismo solamente como un pecado a tratar en el interior de la iglesia, no es -ni ha sido- sino un delito añadido de complicidad personal e institucional.
Los escándalos de pedofilia en la vida de la iglesia
En un hecho como el que nos ocupa, las preguntas surgen por sí solas… ¿Son los sacerdotes y religiosos católicos –célibes por ley- un colectivo más inclinado que otros a la pederastia? ¿Han sido tan generales esos abusos? ¿Se convierte una institución cerrada como la Iglesia católica en uno de los refugios preferidos para quienes la ven como un medio para estar más cerca de sus posibles víctimas? ¿Existe una forma de entender y ejercer el poder -en concreto, en la Iglesia, aunque no sólo en ella- que contribuye y facilita esas agresiones y abusos hacia personas más débiles como son los menores?
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Antes de cualquier otra consideración, habría que dejar muy claro que el pecado es un hecho en la Iglesia. Como la bondad. Ambos nacen de ella y en ella, como en cualquier sociedad humana. Pero también es importante destacar que no parece legítimo atribuir lo bueno a la institución y cargar lo malo a los individuos: este tipo de análisis busca justificar todo lo institucional aun a costa de hundir a las personas. Esa doble medida a la hora de abordar el mal en la iglesia es poco coherente e hipócrita, y arropa a quienes están investidos de poder; supone y provoca, como hoy puede comprobarse, una gran crisis de credibilidad. No sólo por los hechos delictivos en sí mismos; sino por estar realizados por personas investidas de un poder pretendidamente sagrado y rodeadas de un aura de bondad atribuida al cargo.
También se tambalea esa credibilidad por la forma en que se han afrontado las situaciones conflictivas y por la negativa a adoptar los cambios correspondientes. El pecado, por tanto, forma parte de nuestra vida, en lo individual y en lo social; tiene su vertiente personal y su aspecto estructural. La maldad, como el bien, no sólo proviene de las personas, sino también de las instituciones. Y entraña una significación especial cuando lo realizan quienes dirigen y se atribuyen poderes y estados superiores: casos de pederastia, finanzas poco claras, alianzas con poderes nada democráticos, abusos de poder, lesión de derechos humanos, hipocresía, dobles vidas…
Análisis diferentes de los mismos hechos.
Cuando estos acontecimientos inundan la opinión pública, se pide perdón e, incluso, se adoptan medidas para atajarlos. Así ha sucedido también ahora. Pero se echa en falta un análisis previo, detallado, concienzudo, imparcial, en que se estudien los complejos mecanismos tanto personales como institucionales que dan origen a los hechos lamentados. Porque son múltiples y muy variados -y contrapuestos a veces, por supuestolos puntos de vista desde los que se puede realizar ese análisis.
Son variadas las eclesiologías (formas de pensar y explicar la vida de la iglesia) desde las que analizar lo que sucede en la propia iglesia. a) Se puede partir del presupuesto de una iglesia santa por su origen, doctrina y promesa del fundador, en la que sólo caben los santos y donde el pecado aparece por la traición de quienes no responden a sus obligaciones. b) O de una iglesia llamada a ser santa (semper reformanda: necesitada siempre de cambios) desde la condición general humana; llamada a ser santa desde el compromiso por el Reinado de Dios, pero caminando entre el pecado y la búsqueda no siempre acertada. c) Se puede arrancar de una visión dualista: por un lado va la vida de la iglesia (una, santa, católica…); una iglesia por encima del tiempo y del espacio, eterna; y, por otro, el caminar de sus miembros, que traicionan con frecuencia sus compromisos.
A nosotros, nos gusta más realizar este análisis desde una eclesiología histórica, temporal, humana; con un mensaje y un evangelio válidos para cualquier época; pero vivido, encarnado e institucionalizado entre personas y por personas, que necesitan recorrer los mismos caminos de todos los demás mortales para hacerse buenos, humanos, creíbles, santos; una iglesia, en definitiva, santa y pecadora a la vez, en la que hay que hacer realidad cada día la elección entre honradez y falsedad, justicia e iniquidad, respeto y abuso. Una iglesia que tiene esa obligación como comunidad, igual que cada uno de sus componentes; y que necesita ir retocando todo lo que sea necesario para servir al ser humano: las mismas apuestas y compromisos que se le plantean a cualquier otro grupo humano.
Y queremos contribuir así a un análisis ya apuntado por muchos creyentes y comunidades… Como muestra, nos podría valer la aportación del arzobispo de Poitiers (Francia): “La Iglesia católica ha estado sacudida durante varios meses por la revelación de escándalos de pedofilia. ¿Es todo esto una sorpresa?
Quisiera antes que nada precisar una cosa: para que exista pedofilia son necesarias dos condiciones: una perversión profunda y un poder. Esto quiere decir que todo sistema cerrado, idealizado y sacralizado es un peligro. Cuando una institución, incluida la Iglesia, se fundamenta en una posición de derecho privado y se afirma en una posición de fuerza, las desviaciones financieras y sexuales llegan a ser posibles”. (Mons. Albert Rouet: J’aimerais vous dire”. Bayard, 2009. Citado por P. Richard).
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Agravantes de estos hechos delictivos
En todo este asunto han concurrido una serie de aspectos que aumentan la gravedad de los delitos, además de explicitar la parte de maldad institucional a la que antes se hacía referencia. a) Anteponer la protección de la buena imagen de la institución y de quienes la representan, a la protección de las víctimas. b) Evitar el escándalo que se pudiera ocasionar, aun a riesgo de no hacer justicia con las personas atropelladas en su inocencia o desamparo. c) Confundir interesadamente delito (objeto de justicia ante los tribunales civiles) con pecado (objeto de conciencia y de petición de perdón tras el arrepentimiento y la satisfacción oportuna). d)
Atropello añadido al haber sido cometido precisamente por personas propuestas institucionalmente como modélicas y representantes de la forma de vida más valorada de la institución (los llamados “estados de perfección”). e) Tendencia a ocultar esos abusos (complicidad), mediante nuevos destinos en lugares distantes a fin de proteger a quienes habían cometido esos delitos (“casta protegida”, para algunos), esperando su enmienda y conversión, pero originando un nuevo riesgo de posteriores abusos.
Estos agravantes hacen evidente cómo los escándalos de pedofilia -como otros- sobrepasan el ámbito de los delitos estrictamente personales para convertirse en signos de un planteamiento y un comportamiento institucionales cómplices y hasta facilitadores de los mismos. En esta perspectiva los mismos delincuentes y causantes de la pederastia se convierten, de alguna manera, en exponentes de la maldad institucionalizada y, en cierta medida, también en víctimas.
La magnitud y la difusión de estos casos han obligado a tomar medidas La actuación más repetida y oficial ha venido siendo, durante demasiado tiempo, la negación, el silencio o la ocultación. Parece hoy algo suficientemente claro. No existía, tristemente, la sensibilidad necesaria y suficiente como para contrarrestar todo el peso de la institución, su práctica y sus consignas.
Hoy hablan de tolerancia cero, de medidas disciplinares, de denunciar a los pederastas… La fuerza de la opinión pública hace difícil mantener actuaciones que, automáticamente, convertirían en cómplices de esos crímenes incluso a quienes estuvieron lejos de ellos. Algo importante se ha conseguido; aunque la mentalidad subyacente durante tanto tiempo podría todavía buscar otras salidas y subterfugios.
También se pide perdón. Perdón a las víctimas por comportamientos surgidos en un ambiente que, aun denunciando a los culpables, está lejos de poner en cuestión actitudes y mentalidades que se encuentran detrás de estos actos delictivos; es más, que siguen defendiendo como incuestionable el buen nombre de la institución y el funcionamiento de la misma.
Y se carga toda la culpa sobre los pederastas. Sin cuestionar para nada la posible responsabilidad de una estructura que forma a un clero para el que una de las salidas más a mano, dada la represión y el poder de que se le dota, es el abuso de personas indefensas, especialmente menores de edad.
El celibato impuesto, en el fondo de todo el debate
Y así entramos en uno de los aspectos más aludidos a propósito de estos escándalos. ¿Es que el celibato obligatorio del clero católico occidental produce a dosis mayores de lo normal desviaciones como la pedofilia ? ¿Es esa ley obligatoria el origen de estos delitos? ¿Desaparecerían estos abusos de menores si el celibato se convirtiera en optativo? Tal vez, contestar afirmativamente, sin matices, a estos interrogantes sea tan simple e inexacto como hacerlo con un no rotundo.
Parece más acertado matizar la respuesta. Es difícil probar que el celibato obligatorio tenga una relación directa con la pedofilia y pederastia. Más probable parece la hipótesis de que se da una relación circunstancial e indirecta. Y esto se puede apoyar en las siguientes consideraciones.
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El periodo formativo de los futuros clérigos implica inevitablemente una ausencia casi total de la mujer, de la convivencia natural y espontánea con mujeres, generando un desconocimiento generalizado de elementos y vivencias fundamentales de la vida humana y la falta de experiencia de aspectos básicos para el desarrollo sano de la afectividad y la sexualidad. Habría que dedicar un monumento a quienes desde estos presupuestos han conseguido vivir célibes con un equilibrio afectivo normal y saludable. Empresa nada sencilla y plagada de riesgos.
Entre los clérigos católicos podemos realizar la siguiente clasificación: (a) quienes adoptan un estado de vida (celibato obligatorio) para siempre como condición para ejercer como curas; (b) quienes lo eligen libremente, también para siempre; (c) y quienes lo consiguen incorporar con madurez a un proyecto de vida que lo hace imprescindible y definitivo. En principio, esta imposición -creemos- lesiona un derecho humano fundamental. Sería difícil precisar qué porcentaje del clero católico se sitúa en cada uno de los tres grupos.
Pero en cualquiera de los tres casos, no se nace para célibe; es preciso aprender a serlo, a vivirlo de forma positiva y gratificante; y actualizar ese aprendizaje cada día y en las situaciones que se van viviendo. Y la integración de la sexualidad, en estas u otras circunstancias especiales, es bastante compleja, sobre todo por periodos prolongados, indefinidos o definitivos. La línea que separa el celibato definitivo de la represión y las sustituciones es muy delgada y fácilmente inclinada a desviaciones (violencia, obsesiones, recelos…)
El estilo de vida del clérigo célibe tiende a acentuar rasgos de separación, de relación con otras personas desde la figura que se desempeña y el poder que se ejerce. La expresión natural y espontánea de los afectos y la ternura, de la cercanía y el acompañamiento, se hacen más difíciles de lo habitual. La vida separada y rodeada de un carácter sagrado facilitan el disimulo, la ocultación y el ejercicio de un poder, que se pretende sagrado, sin control. La vida queda supeditada a la función. La maduración afectivo-sexual se enfrenta a un recorrido muy complicado.
La dedicación preferente (y ¿casi exclusiva?) a las cosas de Dios se convierte en gran medida en la apuesta por las cosas de la iglesia y del templo: ésa es la fidelidad exigida como fundamental. Así, quien debería ser el animador cercano de una comunidad de creyentes, corre un tremendo riesgo de transformarse en el transmisor del poder de una institución autoritaria, doctrinal, conservadora y altamente jerarquizada. La cercanía a las personas y la sintonía con sus vivencias quedan mediatizadas por ese poder que convierte a los curas en especialistas de lo sagrado. Todo ello confiere un hábito de poder y superioridad difícilmente superable: situación de privilegio facilitadora de abusos.
Evidentemente, lo dicho no ha de ser interpretado como una equivalencia entre celibato impuesto y actuaciones pedófilas; ni mucho menos. Pero sí nos permite afirmar que la pedofilia es un fruto nada extraño a esa estructura eclesiástica que se concreta en el clérigo obligatoriamente célibe.
Cuestionamientos de fondo
Para cualquier persona que se aproxime a este tema con una perspectiva amplia, parecerá claro que estamos diciendo que son necesarios y urgentes unos replanteamientos o reformas de un calado profundo.
a. En lugar de depositar la culpa únicamente en los pederastas, en desviaciones debidas a la menta lidad secular actual o en pretendidas aplicaciones incorrectas del Vaticano II; en vez de buscar en el anticlericalismo el origen de todo este alboroto y la crisis de credibilidad consiguiente, deberíamos buscar en las propias estructuras eclesiales y en la forma de organizar las comunidades de creyentes las raíces profundas a sanear.
Todo lo demás no es sino ignorar los signos de los tiempos y no afrontar los cambios urgentes que la iglesia necesita. Una estructura patriarcal, autoritaria, cerrada, machista no cumple aquellas características que la mayoría de edad de la humanidad ha hecho imprescindibles para tener un mínimo de autoridad moral y credibilidad ante los seres humanos de hoy.
b. Temas tan decisivos para la felicidad de los seres humanos como la sexualidad no pueden seguir siendo tratados con el lastre de la historia y al margen o en contra de los avances de la modernidad (psicología, antropología, derechos de la persona…) Y no es legítimo intentar justificar la doctrina tradicional en la Source de ce document : site web de la Fédération Européenne de Prêtres Catholiques Mariés www.pretresmaries.eu
revelación o la tradición, que nada o casi nada dicen en este tema salvo grandes valores conciliables con muchos puntos de vista, incluidos los del mundo actual. Una estructura tradicional, conservadora, cerrada a los avances y aferrada a doctrinas trasnochadas (dualismos, maniqueísmos…), no acometerá la necesaria reforma de la enseñanza católica sobre la sexualidad; y no podrá enfrentarse con creatividad a los retos actuales. Un grupo de dirigentes obligatoriamente célibes y celosos guardianes del orden y de la jerarquía sagrada difícilmente podrán transmitir alguna buena noticia en este campo.
c. La masculinización del ministerio presbiteral y de los puestos de responsabilidad en la Iglesia católica es uno de los rasgos que van contracorriente de la historia y hacen de nuestra iglesia un raro ejemplar entre las sociedades actuales. Media humanidad queda excluida de tareas directivas, de reflexión y de decisión. La incorporación de la mujer a la reflexión teológica se encuentra con unas dificultades especiales y una no fácil acogida. Una estructura que margina la perspectiva y la presencia femenina de los niveles en que se analiza, evalúa y se decide el rumbo de la comunidad de creyentes, carece de autoridad moral para dirigirse hoy a la humanidad.
Una iglesia que excluye a la mujer de la animación y presidencia de las celebraciones se está perdiendo la riqueza de una de las dos perspectivas básicas de la vida humana.
Otro modelo de ser-vivir-explicar la iglesia
Inevitable y responsablemente, todo lo que antecede debería encaminar a la Iglesia católica en bloque por la senda que ya muchos pequeños grupos y comunidades luchan por hacer realidad en su día a día, sin grandes pretensiones aunque buscando la fidelidad en las cosas sencillas: una reforma profunda y sencilla a la vez.
Una iglesia que se replantea en profundidad su actitud ante el sexo y ante la mujer. Y, en consecuencia, acaba con la discriminación femenina, incorpora a todas las tareas de dirección a mujeres y acaba con toda imposición de un estado de vida (celibataria) a sus dirigentes.
Una iglesia comunidad de iguales, en la que conductas como la pederastia estarían más expuestas a ser enjuiciadas sin corporativismo; y en la que se eliminaría una de sus raíces más importantes: formar y alimentar una casta dirigente, con grandes dosis de represión, oscurantismo y autoritarismo.
Una iglesia más fraterna e igualitaria, más participativa y democrática en todos los campos y decisiones; una iglesia comunidad que acabe con el clérigo como el eje de toda la actividad de la iglesia; y, en consecuencia, con una presencia mayor de las comunidades en la vida eclesial a todos los niveles.
Un modelo de iglesia que busque más la justicia en una actitud crítica frente a la ley, el dogma y la estructura jerárquica; y menos en la obediencia y en el cumplimiento fiel de la ley, de la norma, del canon, del dogma, de la doctrina, de la rúbrica.
Una iglesia en que las tareas y ministerios sean decididas por cada comunidad, según las necesidades propias y de la sociedad a que atender y servir; y en la que esos servicios o ministerios sean encomendados a personas de cualquier sexo o estado de vida, con la única condición de ser considerados preparados y dignos por la propia comunidad.
Una iglesia que tenga como apuesta fundamental el Reinado de Dios, su justicia y solidaridad, su sencillez y su compromiso; y ande menos enredada entre los poderosos de este mundo y más cercana e identificada con las esperanzas y reivindicaciones de quienes peor lo pasan y son víctimas de nuestro modo de vida.
http://www.moceop.net/spip.php?article1921
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