
Libro: “Bischöfin römisch-katholisch”. Christine Mayr-Lumetzberger. Editorial Ueberreuter.
Traducción libre de Priscila.
Los años que siguieron al Concilio Vaticano II (1962-1965) estuvieron impregnados de apertura y reforma en la Iglesia Católica. Novedades, como los mayores derechos para los laicos en la Iglesia, se esperaban y se lograron parcialmente, como mediante el establecimiento de los consejos parroquiales. Las reformas en la liturgia alegraron a los sacerdotes y al pueblo. La lengua materna en la liturgia, el pueblo en el altar, la activa participación de la comunidad, revivieron los servicios religiosos e incrementaron la alegría en la religión. La supresión del celibato obligatorio y la igualdad de derechos de las mujeres en los ministerios eclesiales eran, como mínimo, esperables, mientras no sucediera nada distinto en el horizonte.
Sin embargo, con el pontificado del Papa Juan Pablo II, cambió el clima eclesial (…)
Austria
El escándalo del Cardenal Gröer en el año 1995 y los primeros debates abiertos sobre los abusos sexuales en la Iglesia, “levantaron la liebre”. Con el movimiento “Peticiones del Pueblo de la Iglesia” (“Kirchenvolks-Begehren”, “Petition of the People of the Church”), iniciado por Thomas Plankensteiner y sus compañeros, se abrió una puerta, ¡de nuevo se movía algo! También el clima interno eclesial cambió. Las personas parecían más conscientes y no querían dejar las cosas pasar, ésa era mi impresión.
En el primer sínodo europeo de mujeres en Gmunden, Austria, en el año 1996, sentí, en las abiertas y francas conversaciones con numerosas mujeres acerca de su llamada al sacerdocio, un nuevo aliento vital. Esta experiencia fue mi punto de partida en mi compromiso concreto por la ordenación de la mujer en la iglesia católica romana. Para aquel entonces había realizado una buena revisión de los fundamentos teóricos, que por un buen puñado de teólogos y teólogas, muy en particular por la minoría feminista, se habían elaborado al respecto. Tengo un gran respeto por esa tarea, pero personalmente no me siento inclinada hacia el trabajo teórico. Fue mi impresión que el trabajo de fundamentación había alcanzado un punto en el que sólo podía seguirle un paso práctico. Entonces me decidí a dejar de participar en el debate teórico, y a dedicarme al mundo de los hechos, dando un paso práctico.
El camino y la meta
Como no existía ninguna posibilidad legal de que una, como mujer, pudiera prepararse para el ministerio sacerdotal, empecé a tratar de desarrollar conceptualmente un programa de formación. No era sólo una cuestión de humildad, sino sobre todo, un mandato de la razón, el que participara en este proceso un gran número de personas de gran inteligencia y buena voluntad. En particular, las constructivas propuestas que me hicieron amigos sacerdotes, que veían que se accionaba un resorte que permitía ahora llenar un gran vacío. El resultado del proceso que duró tres años fue el programa de formación “seminario para mujeres en la iglesia católica-romana”. En 1999 este programa fue aprobado en la asamblea plenaria de la Plataforma “Somos Iglesia – Austria”, organizada en el movimiento “Peticiones del Pueblo de la Iglesia” (“Kirchenvolks-Begehren”, “Petition of the People of the Church”),por unanimidad.
En el año 2002 finalmente algunas de las mujeres participantes en el programa decidieron, junto a mí, aspirar a la consagración sacerdotal. Ésta era nuestra situación de partida: la meta estaba clara, pero nadie sabía el camino, ningún obispo nos apoyaría. Sin embargo, yo estaba segura de una cosa: si Dios quería sacerdotisas, entonces se preocuparía por ello. Nosotros sólo debíamos dejar el camino libre.” Así empezamos con la planificación y la organización de nuestra ordenación sacerdotal.
Todavía no
Como fecha deseada para nuestra ordenación como sacerdotisas tenía puesta la mirada en el 13 de mayo de 2001, en el día de la madre de ese año. Durante meses, mantuve ese día libre en mi agenda. No sabía cómo se realizaría la ordenación, pero tenía la sensación de que ese día estaba especialmente destinado a ello. Sin embargo, no fue así: las demás mujeres no pusieron ningún empeño e incluso no tenían disponibilidad para ese fin de semana. Eclesialmente tampoco aparecía ningún obispo a la vista, que pudiera oficiar la ordenación. Poco antes de ese día que para mí era mágico, telefoneó nuestro hijo Richard y nos avisó de su llegada junto a su grupo de amigos motoristas. El grupo quiso que sus motos fueran bendecidas. Así que compré unas plaquitas de San Cristóbal, preparé una barbacoa y me alegré de que los jóvenes quisieran pasar con nosotros el día de la madre. Algunos de sus amigos sin embargo, tenían otros compromisos el día de la madre, así que dejamos la bendición de las motos para otra ocasión. A los que vinieron, además de ofrecerles café, les eché un sermón maternal sobre la seguridad vial, el tráfico, y les despedí con un “no conduzcáis muy deprisa”. Esa fue la última visita de nuestro hijo. Tres días después, murió, de un accidente de moto. Sin duda, ese día no habría sido un buen día para la ordenación.
El punto de inflexión: ordenación diaconal
Así sucede en la vida a veces con nuestras expectativas. Después de un tiempo de tristeza y también de parálisis, y gracias al apoyo de amigos y amigas, y sobre todo también de las mujeres que habían hecho el camino conmigo, de nuevo pusimos el ojo en la meta. Surgió la idea de realizar la ordenación en un barco en el Danubio. No sólo a causa de la bella imagen de un barco en movimiento, sino también por razones prácticas. Un barco tiene la infraestructura que uno necesita para un grupo grande de personas, también para almacenaje, algo que íbamos a necesitar. Personalmente asumí el riesgo financiero cuando reservé el barco, y siempre sin obispo a la vista.
En nuestro grupo de mujeres surgieron diversas posturas que cuestionaban si era realmente imprescindible la presencia de un obispo para poder ejercer el ministerio sacerdotal. Los primeros cristianos nos dejaron el modelo de iglesia doméstica, en el cual la consagración, tal y como hoy la conocemos, no existía. La encomendación de las funciones de acuerdo a los Hechos de los Apóstoles se realizaba mediante la imposición de las manos y la oración. Una ordenación comunitaria, esto es, una encomendación de una función por el deseo de toda una comunidad, se correspondería con nuestra actual visión democrática. Además, se podría ahorrar un buen enfado por parte de la iglesia oficial.
Sin embargo nos decidimos finalmente por la ordenación por parte de un obispo, tal y como está establecido por el Pontífice romano. Con ello queríamos integrarnos plenamente en la Tradición de nuestra iglesia. La Sucesión Apostólica, aún cuando históricamente pueda no llegar verdaderamente hasta los mismos apóstoles, pertenece a la tradición de nuestra iglesia y no teníamos intención de rechazarla. Queríamos cumplir totalmente con el Magisterio católico. Sólo en un punto deseábamos una modificación: en el Código de Derecho Canónico, dice el canon 1024: “las órdenes sagradas sólo serán válidamente recibidas por un varón bautizado”. Que sólo los hombres puedan ser ordenados, no es ningún dogma de fe, sino una ley eclesial y, por ello, modificable.
Debió ser verdaderamente ayuda divina: el obispo Romulo Braschi, un argentino de origen italiano, entró en contacto con nosotras y nos dijo, tras un intenso examen, que nos ordenaría. Se puso fecha para la ordenación diaconal: domingo de ramos de 2002. Poco tiempo antes de esa fecha nos llegó una llamada de otro obispo más, que se manifestó entonces también dispuesto.
El domingo de ramos de 2002, en el salón de nuestra casa, fuimos ordenadas diáconos por dos obispos. Algunos de nuestros amigos estuvieron allí. Un notario estuvo presente y dejó constancia protocolaria de todos los detalles. Para mí fue esta primera ordenación el verdadero punto de inflexión.
Ordenación sacerdotal, agridulce
El 29 de junio de 2002, fiesta de los apóstoles San Pedro y San Pablo, tuvo lugar la ordenación sacerdotal en un barco en el Danubio. En torno a este acontecimiento, que también tuvo una fuerte repercusión en los medios de comunicación, surgieron tantos problemas de organización, nos sentimos tan desbordadas, como en una ordenación oficial en una catedral. Los invitados tuvieron que ser acomodados, obispos, sacerdotes, hermanos y hermanas de otras confesiones tuvieron que ponerse de acuerdo y ser integrados en la liturgia, los periodistas nos acorralaban y solicitaban entrevistas (y no todos eran amistosos). Algunos datos debían permanecer en riguroso secreto, y esto en un grupo relativamente grande de personas.
El obispo Braschi cumplió estrictamente con el ritual pontificio, hasta tal punto que se dirigía a nosotras, mujeres, durante la ceremonia de ordenación con el término “hermanos”, ya que el “hermanas” no estaba previsto. El texto que habíamos preparado con tanto afecto, fue a la papelera de reciclaje, e incluso en lugar del Padre nuestro cantado por el coro, sonó el peruano “El Cóndor pasa”. Todo ello desde luego no estaba previsto por nosotras.
Muchas personas no entendieron por qué aceptamos la ordenación tal y como fue. Nosotras sin embargo acogimos la ordenación tal y como la dan los obispos: como un regalo. Además teníamos nosotras como candidatas a la ordenación pocas posibilidades, realmente ninguna capacidad para influir, para decir en voz alta: ¿la aceptamos tal y como es o no hay ordenación?
Ordenación episcopal
Poco tiempo después de nuestra ordenación como sacerdotisas, contactó con nosotras otro obispo y nos ofreció poner en nuestras manos, en manos femeninas, la plena capacidad de ordenar. Después de pensarlo largos meses y de un largo proceso de decisión, fuimos consagradas obispos Gisela Forster y yo. Así fue como se puso en nuestras manos el ministerio pastoral, al que nunca habíamos aspirado, con objeto de cumplir con nuestro principio fundamental: “si Dios quiere sacerdotisas, las tendrá. Nosotras sólo debemos dejar el camino libre”.
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