El Arzobispo Primado, los Arzobispos y Obispos de Colombia, al venerable clero secular y regular y a los fieles de sus respectivas jurisdicciones, salud y bendición en el Señor. Al considerar el vasto campo de destrucción material y de espiritual devastación que dejaron los recientes acontecimientos trágicos en toda nuestra amada patria colombiana, y particularmente en la capital de la república, ningún hecho hay tan dolorosamente significativo como el bárbaro y sacrílego atentado que se cometió, desde los primeros momentos de la criminal revuelta, contra la residencia del Excmo. Sr. Nuncio Apostólico, dignísimo representante de nuestro Santo Padre el Papa Pío XII. Porque este hecho no puede explicarse sino como la más clara e inconfundible manifestación del origen tenebroso de todo aquel movimiento, del espíritu diabólico que animó a sus principales dirigentes, y de la finalidad preponderante con, que se planeó y se desató la catástrofe. Se trataba de golpear y de herir en lo más vivo el sentimiento religioso de un pueblo católico en su filial amor y devoción a la persona augusta del Romano Pontífice, Vicario de Jesucristo y Jerarca Supremo de su Iglesia, auténticamente representado en medio de nosotros por el Excmo, Sr. Nuncio Apostólico. Por eso nuestra primera y más enérgica palabra de reprobación y de protesta, como Prelados de una nación eminentemente católica, en nuestro propio nombre y en el de todos y cada uno de los católicos de la nación, se levanta contra ese incalificable atentado de irreligiosidad y de barbarie. Nunca hubiéramos podido imaginar que un hecho semejante, realizado en suelo colombiano, hubiera de venir a añadirse a las múltiples y notorias manifestaciones del odio satánico con que en otras latitudes el ateísmo y la barbarie comunistas han ultrajado y perseguido, con los más criminales procedimientos, a la religión católica y a la Iglesia de Jesucristo, cuyo Jefe Supremo, el Romano Pontífice, es también en el mundo el gestor supremo de todos los intereses espirituales y morales de la civilización cristiana contra la barbarie materialista del comunismo internacional. Hasta los pies del Soberano Pontífice, por medio de su dignísimo representante, queremos hacer llegar este clamor de reprobación, de desagravio y de protesta, salido de lo más íntimo del corazón de sus fieles y atribulados hijos de Colombia, junto con el testimonio de la renovada devoción y de la adhesión inquebrantable al Supremo Pastor y al Padre amadísimo de todos los Prelados, sacerdotes y fieles de esta Iglesia colombiana. Pero faltaríamos a ineludibles deberes de nuestro sagrado cargo pastoral si no hiciéramos oír también nuestra más clara y severa palabra de reprobación y de protesta contra todos los demás atroces delitos cometidos contra la Iglesia y contra las personas y las cosas sagradas, con la sacrílega profanación, el pillaje, la destrucción y el incendio de la catedral de Barranquilla y de varios otros templos, del palacio arzobispal de Bogotá, de muchas casas curales, de varios conventos, colegios y casas religiosas; con los atentados contra la dignidad y la libertad de los Prelados, sacerdotes y religiosos, a quienes se obligó a abandonar sus residencias con atroces ultrajes y con las amenazas del incendio y de la muerte, habiéndose llegado hasta reducir a prisión a muchos sacerdotes, y hasta el extremo de perpetrar el horrible asesinato de dos beneméritos sacerdotes de la diócesis de Ibagué. Añadiendo a la violencia la perfidia, se propaló la calumniosa imputación de que los sacerdotes hacían fuego contra el pueblo o contra el ejército desde las torres de las iglesias; y para hacer más verosímil la acusación hubo quienes hicieran uso del ardid de disfrazarse con el hábito eclesiástico para disparar sus armas desde aquellos lugares sagrados y concitar así contra el clero el furor de las turbas. La Iglesia, fiel a su misión, se ha mantenido dentro del deber sagrado que le incumbe de predicar a todos la verdad y la justicia, de combatir el error, de procurar mantener el orden, la paz y la armonía social; no existía, por consiguiente, para los ataques de que se la hizo objeto otro motivo que el odio a la religión y el empeño de acabar en el pueblo fiel con el respeto y la veneración a la fe de sus mayores y a los ministros de Dios. Igualmente reprobamos los atentados cometidos contra el Estado y contra las legítimas autoridades civiles, con la sediciosa subversión del orden público, y los crímenes, atropellos y violencias de todo orden contra la vida, el honor y los bienes de innumerables personas y familias, sumidas hoy en la aflicción y muchas de ellas reducidas a la indigencia por los inicuos ultrajes y despojos de que fueron víctimas inocentes e indefensas. Ni es menos clara y enfática nuestra condenación del atentado aleve que segó la vida de un distinguido ciudadano y connotado hombre público, con alarmante y deplorable quiebra de nuestras honrosas tradiciones de humanidad y de cultura civil.
Crímenes todos abominables, que deshonran a cualquier país civilizado y cristiano, y que ponen en claro la degradación moral de quienes los ejecutaron y la perversidad inmensa de quienes los planearon y de cuantos en una u otra forma incitaron a que se cometieran. Al dirigirnos a vosotros, amadísimos fieles, en esta hora aciaga, en que hemos visto tan hondamente perturbada la vida de un pueblo culto y cristiano y tan peligrosamente amenazada la existencia misma de la nación por el ataque insospechadamente violento de extrañas fuerzas destructoras, no podemos menos de llamar clamorosamente vuestra atención sobre las causas de tan funestos acontecimientos. Ya antes, en repetidas ocasiones, habíamos señalado y denunciado oportunamente el gravísimo peligro que entrañaban los continuos y variados empeños por debilitar y quebrantar todos los más sólidos e imprescindibles fundamentos de la sociedad, y de nuestra propia nacionalidad. Hemos clamado muchas veces contra las diversas formas de manifiesta o velada propaganda anticatólica, con la cual se han venido relajando la conciencia religiosa y los resortes morales en la vida individual, familiar y social de nuestro pueblo, sustituyendo la salvadora influencia del espíritu cristiano en sus costumbres por toda suerte de influencias corruptoras. Hemos clamado contra la imperdonable negligencia de los padres de familia en procurar la cristiana educación de sus hijos y en velar por su esmerada formación moral y religiosa, y contra el descuido y la indiferencia general en lo que mira a la propia instrucción religiosa y al cumplimiento de los deberes elementales de la vida cristiana. Hemos inculcado el respeto y acatamiento debidos a las legítimas autoridades eclesiásticas y civiles, ya que sin el respeto a la autoridad no hay garantía de orden y de estabilidad social. Hemos hecho reiteradas advertencias contra la inmoderada exaltación de las pasiones en las luchas políticas, y hemos exhortado al equilibrio y armonía entre los diversos sectores del organismo social, que se hacen imposibles con el recrudecimiento de ambiciones antagónicas, con las incitaciones a la lucha de clases con el excesivo, afán por los intereses económicos y puramente materiales, olvidando los de orden moral y espiritual, que son más altos y más eficaces factores de prosperidad y bienestar. Ante la dolorosa experiencia que hoy nos acongoja, volvemos a insistir encarecidamente en la necesidad urgente de que todos los católicos y todos los hombres de buena voluntad, dejando a un lado los secundarios y transitorios intereses que puedan dividirlos se unan eficazmente para afrontar el peligro común, que a todos amenaza. Se trata de defender la integridad y la vida misma de las personas, la santidad de los hogares, el porvenir de los hijos, el patrimonio moral y cultural de la República: la Religión y la Patria, todos los bienes que con ingentes sacrificios nos legaron nuestros mayores en una Patria libre, civilizada y cristiana. Es indispensable que todos trabajemos, cada uno dentro de sus posibilidades y en el puesto que le corresponde, para construir un orden social cristiano, en el que reinen la justicia en vez de la iniquidad y la violencia, y la caridad cristiana en lugar del odio diabólico entre quienes deben amarse como hermanos dentro de la gran familia humana, hijos todos del mismo Padre que está en los cielos. Contra el criminal empeño de sembrar el odio y de ahondar la división entre las diversas clases sociales, es necesario procurar por todos los medios posibles el acercamiento benévolo y pacífico entre ellas, a base de claros principios morales y cristianos de caridad y de justicia. A los más favorecidos con los bienes de fortuna debemos recordarles la obligación en que están de usar debidamente de esa ventajosa situación, no dejándose esclavizar por el apego inmoderado y por el goce egoísta de los bienes que poseen, sino antes sirviéndose de ellos para hacer el bien, para aliviar generosamente las necesidades materiales y morales de los pobres y para buscar a los graves problemas sociales que atormentan hoy a la humanidad, una solución humanitaria y cristiana. Especialmente deben procurar el mejoramiento económico, social y moral de quienes les prestan sus servicios, fomentando entre ellos la instrucción general y, especialmente, la enseñanza religiosa, mejorando sus condiciones de vida, propendiendo por la moralización de sus costumbres, brindándoles las posibles facilidades para la educación de sus hijos. A los menos favorecidos con aquella clase de bienes, debemos recordarles también que, a la par con los derechos que les corresponden, deben enaltecer su vida con la dignidad del trabajo honrado y fecundo, con la nobleza de las sanas costumbres, con el bienestar y decoro de una vida realizada por la virtud, y no envilecida por la abyección del vicio. Los trabajadores católicos deben mantenerse alerta contra toda incitación a la violencia y al odio, y buscar solamente por los caminos honestos y legales las garantías de sus legítimos derechos, el mejoramiento de sus condiciones de vida y de trabajo y la satisfacción de sus justas aspiraciones, acogiéndose a las instituciones legales que miran a favorecerlos y a ampararlos, tales como las pertinentes a los sindicatos y cooperativas, y a la legítima adquisición de parcelas de trabajo. Mas por sabia, generosa y avanzada que se suponga la legislación social, por eficaz y provechosa que ella sea para ordenar y armonizar los encontrados intereses económicos y sociales, no sería sin embargo suficiente por sí sola para resolver radicalmente el problema, que es, ante todo, un problema de orden moral, radicado en el concepto y en la conciencia que cada uno tenga, no sólo de los derechos, sino también, y sobre todo, de los deberes que le corresponden como hombre y como cristiano. Ni sería tampoco suficiente para ponernos a salvo del malestar social y de las amenazas revolucionarias y subversivas; porque si bien el mejoramiento económico y social de las clases trabajadoras les sirven de propaganda y de pretexto, no es ese ciertamente el verdadero y primordial objeto de la empresa revolucionaria internacional, que busca por todos los medios, aun los menos honrados y los más violentos, la expansión de teorías y de sistemas diametralmente opuestos al concepto civilizado y cristiano de la sociedad y del Estado, y que se propone derruir los fundamentos mismos de todo orden social y político, de toda moral individual y colectiva y de toda legitima libertad, porque parte de la negación de todos los valores espirituales y de la dignidad trascendente de la persona humana, y necesita borrar a Dios mismo de la conciencia y de la vida de los hombres. Por eso los Romanos Pontífices han condenado y reprobado en la forma más severa y categórica, las doctrinas, tendencias y sistemas del comunismo ateo y materialista, y han denunciado con toda claridad el peligro y amenaza que él encarna para la civilización cristiana. De él dijo Su Santidad Pío XI en la Encíclica “Divini Redemptoris”: “El comunismo es intrínsecamente perverso y no puede admitirse en ningún campo la colaboración con él por quienes desean salvar la civilización cristiana. Y si algunos, inducidos al error, cooperasen a la victoria del comunismo en su país, caerán entre los primeros como víctimas de su error; y cuanto más se distingan por su antigüedad y por la grandeza de su civilización cristiana las regiones donde el comunismo consiga penetrar tanto más devastador se les mostrará el odio de los sin Dios”. Por eso creemos hoy oportuno recordar y renovar también nuestra reprobación y condenación del comunismo, ya anteriormente hecha en la Conferencia Episcopal de 1944. Encarecidamente exhortamos a todos nuestros sacerdotes y al venerable clero regular a que redoblen con todo empeño su reconocido celo y su ejemplar abnegación en el sagrado ministerio; a que se esfuercen cada día por infundir eficazmente en todos los sectores de la sociedad el espíritu cristiano con la esmerada y diligente instrucción religiosa de los niños y de los adultos en los catecismos parroquiales, y con la moralización de los individuos y de las familias; a que procuren por todos los medios a su alcance llevar a los fieles a la práctica ilustrada y sincera de sus deberes religiosos. Creemos especialmente oportuno recordarles las sabias advertencias del Sumo Pontífice Pío XI, en la ya citada Encíclica…“Divini Redemptoris”: “Id a los obreros, especialmente al obrero pobre; y en general, id a los pobres, siguiendo en esto las enseñanzas de Jesús y de su Iglesia. Los pobres, en efecto, son los más asediados por los falsarios que explotan su mísera condición para encenderlos en odio contra los ricos y excitar los a apoderarse por la fuerza de lo que les parece injustamente negado por la suerte. Y si el sacerdote no va a los obreros y a los pobres para premunirlos o desengañarlos de los prejuicios o de las falsas teorías, ellos se convertirán en fácil presa de los apóstoles del comunismo”. La Iglesia es, ante todo, madre extremadamente bondadosa, que sólo busca el bien verdadero de sus hijos y la salvación eterna de sus almas. Desea con toda su maternal solicitud la conversión y la enmienda de sus hijos extraviados, y a quienes sinceramente se arrepientan de sus faltas, les brinda en nombre de Dios el perdón y la misericordia. Mas como la impunidad es uno de los peores incentivos del delito, castiga también con severidad a los contumaces y rebeldes, para moverlos a la penitencia y a la enmienda. Por tanto, conforme al Derecho Canónico: 1) Los que violaron la clausura papal de los Monasterios de la Concepción y de Santa Inés en Bogotá, allanándolos o simplemente entrando en ellos -excepto quienes sólo se propusieron salvar a las Religiosas o ayudarles caritativamente-, incurrieron en excomunión simplemente reservada a la Santa Sede (Canon 2342). 2) Si alguno tuviere la osadía de destinar a su propio uso y usurpar, en el sentido canónico, por sí mismo o por medio de otros, cualquier clase de bienes eclesiásticos, muebles o inmuebles, corporales o incorporales, queda excomulgado mientras no haya restituido íntegramente dichos bienes, y haya sido luego absuelto por la Sede Apostólica (Canon 2346). 3) De acuerdo con el canon 119 todos los fieles deben a los clérigos reverencia, según sus grados y oficios, y cometen delito de sacrilegio si infieren a la misma injuria real. Además, según el canon 2343, los que injuriaron por obra a los sacerdotes, clérigos y religiosos, v.gr. golpeándolos, y los que atentaron contra la libertad de los mismos encarcelándolos, han incurrido en excomunión reservada al propio Ordinario. Es así mismo reo de sacrilegio real el que haya hurtado o tratado indignamente las cosas destinadas al culto divino, ya sea por institución divina, como los sacramentos, o por consagración o bendición, como las imágenes de santos y beatos, o por destinación como los bienes eclesiásticos ya en posesión de la Iglesia. 4) En virtud de la facultad que nos confiere el mismo Derecho Canónico, declaramos además que quienes, para cometer atentados se hubieren disfrazado de sacerdotes, y todos los que incendiaron cualquier clase de edificios, incurrieron en un pecado cuya absolución queda reservada al Prelado diocesano y a sus Vicarios Generales. En cambio, los que salvaron bienes eclesiásticos en los momentos de peligro para entregarlos oportunamente a su legítimo dueño, y los que prestaron auxilio a los sacerdotes y religiosos, o a otras personas inocentes e indefensas, prestaron un gran servicio a la Iglesia y a la sociedad, y son acreedores a nuestra gratitud. Damos gracias muy fervientes a Dios Nuestro Señor, a cuya protección debemos, en primer lugar, que no hubiesen sido mayores aún los desastres causados por la criminal revuelta. Y queremos rendir también público testimonio de admiración y de gratitud al Excelentísimo Señor Presidente de la República, a cuya entereza de cristiano y de patriota deben la Nación y sus instituciones jurídicas el no haber sucumbido a la catástrofe; a sus ilustres colaboradores en el Gobierno legítimo, y a las fuerzas militares que han dado tan noble ejemplo de lealtad, de patriotismo y de respeto a nuestras tradiciones de cultura civil. Deseamos que los meses de Mayo y de Junio, especialmente consagrados al culto de Nuestra Señora y del Sagrado Corazón, se celebren este año con especial solemnidad para desagraviar a Dios por los muchos pecados y delitos cometidos, y para implorar de su divina misericordia el perdón de nuestras culpas y el remedio de tantas y tan graves necesidades que nos aquejan. Es asimismo nuestro deseo que el Congreso Eucarístico de Cali, cuando las circunstancias permitan su celebración, tenga el carácter de un desagravio nacional a la Divina Majestad.
La presente pastoral será leída a todos los fieles de nuestras respectivas jurisdicciones en todas las iglesias y oratorios públicos y semipúblicos.
Dada en la fiesta de la Ascensión del Señor, día 6 de mayo de 1948.
+Ismael Perdomo, Arzobispo de Bogotá. +José Ignacio López, Arzobispo de Cartagena. +Joaquín, Arzobispo de Medellín. +Diego María, Arzobispo de Popayán. +Rafael, Obispo de Nueva Pamplona. +Pedro María, Obispo de Ibagué. +Miguel Angel, Obispo de Santa Rosa. +Crisanto, Obispo de Tunja. +Luis Concha, Obispo de Manizales. +Antonio José Jaramillo, Obispo de Jericó. +Julio Caicedo, Obispo de Cali y Administrador Apostólico de Barranquilla. +Gerardo Martínez, Obispo de Garzón. +Angel María Ocampo, Obispo de Socorro y San Gil. +Bernardo Botero, Obispo de Santa Marta. +Emilio Botero, Obispo de Pasto
http://www.cec.org.co/sites/default/files/WEB_CEC/Documentos/Asamblea-Plenaria/1948/Ataque%20violento%20a%20la%20Iglesia%20Catolica%20y%20sus%20col
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...
Debe estar conectado para enviar un comentario.