(José M. Vidal).- «A los pobre siempre los tendréis con vosotros» (Marcos 14,7). El cardenal francés, Philippe Barbarin, asegura que esta frase evangélica, que los ultracatólicos utilizan para justificar el oro y el boato ofrecidos a Dios, hay que interpretarla en el sentido de que » a los pobres los tenéis que tener siempre con vosotros». La diferencia es abismal y encaja a la perfección con «la belleza y la hermosura social» que el purpurado pidió a la vida religiosa.
Ambiente de gala en la 46 Semana nacional para los Institutos de Vida Consagrada, que se está celebrando en Madrid. Con notable éxito. En el salón de actos de la Fundación Pablo VI no cabía un alfiler. Los claretianos, con Carlos Martínez Oliveras al frente como director del Instituto Teológico de Vida Religiosa (ITVR), llevan ya unos cuando años reflotando este encuentro y convirtiéndolo en una cita ineludible de la vida consagrada española y de la Iglesia en general.
Este sábado, la estrella invitada era el ‘cardenal de la bici’, como se conoce, a Philippe Barbarin, el arzobispo de Lyon y Primado de las Galias, desde que se le fotografió llegando en bicicleta a las sesiones del precónclave en el Vaticano. Nacido en Rabat en 1950, el purpurado francés, delgado y calvo, con gafas de intelectual, habla un perfecto castellano, quizás aprendido en su infancia en Marruecos.
Y no defraudó las expectativas. Barbarin es brillante en el fondo y en la forma. Fino intelectual, es capaz de divulgar y de explicar sus tesis con ejemplos prácticos, anécdotas e historias. Llega y llega bien a la gente, que se lo demostró con una ovación final que duró varios minutos.
El principal mensaje que quiso transmitir a los frailes y a las monjas que abarrotaban el salón de actos es «la enorme hermosura del cristianismo» o el «esplendor de la fe», que ven incluso los ateos o los no creyentes. A veces, incluso mejor que los propios creyentes.
Y citó varios ejemplos. Desde el filósofo ateo André Comte-Sponville, que dice: «No hay nada más hermoso que ver a una comunidad de consagrados rezando y cantando». O una recién creada congregación religiosa canadiense, basada en el carisma de «la belleza y la alegría de Dios». O la belleza que terminan descubriendo los padres con hijos o hijas que deciden entregarse a Dios en la vida religiosa.
Barbarin puso el ejemplo de su propia casa. Una familia muy católica de 11 hijos, con un sacerdote-cardenal, dos monjas misioneras en el Congo y una contemplativa. Pero, cuando la hermana menor le dijo a la madre que también quería ser religiosa, le costó aceptarlo, pero terminó viendo en su decisión «el rayo de luz de Dios sobre ella».
Porque los consagrados son personas en las que se ve «algo de la hermosura de Dios» y «eso lo reconoce la sociedad». Porque la gente sabe que «las monjas pertenecen a Dios» y «son la luz y la presencia de Dios entre la gente», como dicen incluso los musulmanes de Marruecos o de Turquía.
A esta hermosura original se suma, según Barbarin, la belleza de la «unidad en la variedad de la vida religiosa», tan rica, como un mosaico o «como la Trinidad en movimiento de amor y de diversidad». Porque la vida religiosa, así vivida, es «signo de lo último», «belleza escatológica». Sobre todo, cuando se vive en clave de fraternidad, que es uno de los signos de los tiempos.
A esas dos bellezas de la vida religiosa, Barbarin añadió una tercera: «La belleza social» o «el servicio de la caridad, que es de una hermosura extraordinaria». Monjas y frailes que llevan amor a los infiernos del mundo y lo hacen más bello. Como la Hija de la Caridad española, de buena familia, a la que el purpurado vio en Madagascar, ayudando a los más pobres. Y cuando le preguntó por qué había dejado su vida fácil, su dinero y su castillo en España, ella le contesto: «Es el Señor, que hace lo que quiere».
O el barrio burgués de la ciudad de la que es arzobispo que da las gracias a las monjas, porque, gracias a ellas, «ven a los pobres, que acuden a comer a sus comedores sociales». O el padre paúl Pedro Opeka, que, en Madagascar, creó todo un barrio sencillo, pero bello y bien organizado, para los más pobres. O la Comunidad del Cenáculo, que rehabilita a drogadictos a través de exdrogadictos.
La fraternidad es el signo de credibilidad de la Iglesia y de la vida consagrada. Tanto más que, según el cardenal, «en la vida espiritual siempre somos mendigos y siempre estamos empezando». Y confesó: «De hecho, soy arzobispo de Lyon y a mis 66 años no sé si rezo mejor que cuando tenía 13». Una vida religiosa, pues, menos espiritualista y más fraterna y caritativa.
La monja pintora y el fraile cantautor
Antes habían actuado de ‘teloneros de lujo’ , la monja pintora, Isabel Guerra, y Fray Nacho, el fraile cantautor capuchino, que respondieron, de forma sincera, profunda y desenfadada, a las preguntas que les iba haciendo el claretiano Pedro M. Sarmiento.
La monja cisterciense de Zaragoza hizo gala de una sencillez profunda y valiente, con la que se ganó al auditorio. Sor Isabel habla claro y lo que dice suena a auténtico. Sin dárselas de estrella. Y eso que su obra es supercotizada y su fama la precede. La gente la para por la calle, para decirle que sus cuadros les acercan a Dios.
«Me vengo dedicando a la pintura desde los 12 años y esto es lo que me hace persona, porque hago lo que la Belleza quiere de mí. No creo que haga arte, sino mi trabajo, basado en un don que Dios me dio. Un trabajo, hecho de dolor y, al mismo tiempo, de gozo», explica la monja de clausura.
«A mí no me paran por la calle -comenta Fray Nacho– , pero mi vida la recorre una banda sonora: la música que Dios me ha regalado».
Tanto Sor Isabel como Fray Nacho restan importancia a su carisma de artistas. «Todos tenemos algo de artista y, si no lo tenemos, qué desastre. Tenemos la obligación de vivir el arte de la vida, que es la primordial de las artes. Todos tenemos que ser artistas de la vida», explica la monja pintora. Para Fray Nacho, «la música es mi camino hacia el Amado, me sirve como terapia, es dulcemente desgarradora para mí y un medio para llegar a la gente».
A Sor Isabel, autora del cuadro del Papa Francisco, que luce en la sede de la Conferencia episcopal de la calle Añastro de Madrid, le preguntan por la génesis del retrato. La monja explica que se lo encargó el secretario del episcopado, José María Gil, y aprovecha la ocasión para deshacerse en elogios de Bergoglio.
«Francisco es una puerta abierta que se necesita en la Iglesia y espero que su camino no tenga marcha atrás. Es un aire fresco que comienza a penetrar en la Iglesia, que tarde siglos en asumir los cambios. Es un Papa cercano, con su sonrisa abierta y suelta cosas que jamás creeríamos que podía decir un Papa. ¡Una maravilla!»
Y Sor Isabel cierra la tanda de alabanzas al Papa, con una anécdota. Cuenta que, cuando le vio para pedirle fotos para su cuadro, ella le dijo:
-Santidad, mi comunidad está enamorada de usted
Entonces, el Papa cambió de semblante, se puso muy serio , me cogió por el brazo y me dijo:
-Ah, no. Dígale a sus hermanas que se enamoren de Cristo
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