
Ha sido un placer, acercarme a este texto con emoción y temblor.
Podemos observar aquí, cómo sobresalen varios datos dicientes, de los participantes que aquí aparecen: Zacarías, sacerdote y dos mujeres del común y corriente, llamadas Isabel y María.
¡Llama la atención cómo empezó todo! En un templo, con Zacarías, un sacerdote que no tiene fe, en “sucesión” del grupo de Abías, casado con mujer de la familia de Aarón. Pareja intachable en el conocimiento y cumplimiento de las Leyes y Normas (Lucas 1:6). Los dos eran adultos mayores, dicen que ella era la estéril (Lucas 1:7).
A Zacarías le tocaba el turno de la celebración de su grupo. Estaba oficiando, en su lugar “sagrado” como sacerdote “ordenado”, consagrado para administrar lo sagrado, lejos del mundanal ruido, supuestamente concentrado en su oficio como celebrante, en su sitio privado, reservado, único y exclusivo para atender las manifestaciones divinas. Se encuentra en pleno desarrollo de la liturgia, envuelto en raras vestimentas y entre aromas de rico incienso. Mientras él estaba en estas, el pueblo, muerto del susto, (el susto es mío) estaba afuera, “elevando” sus plegarias (Lucas 1:8-10) Cuando de repente, alguien a quien no vemos, pero nos dice Lucas que ahí se presentó, Zacarías se desconcentró y se asustó.
El visitante, que ni más ni menos, no era de este mundo, le dijo:
«No temas, Zacarías, porque tu petición ha sido escuchada; Isabel, tu mujer, te dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Juan; será para ti gozo y alegría, y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá vino ni licor; estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y a muchos de los hijos de Israel, los convertirá al Señor su Dios, e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, = para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, = y a los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.» (Lucas 1:11-17).
El hombre que no acababa de salir del susto, empezó con sus deslices de falta de fe, disculpándose y diciéndole al mensajero celestial, que eso era imposible, que ellos ya eran unos viejos… (Lucas 1:18).
El mensajero, empieza a cambiar de color y para que no haya dudas, se identifica, saca sus “papeles” y le dice: Ve Zacarías, perdón Reverendo, estas son mis credenciales:
«Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios, y he sido enviado para hablarte y anunciarte esta buena nueva.
Mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo.» (Lucas 1:19-20)
Mientras tanto el pueblo ya estaba preocupado por su demora en el Sancta Santorun. Hasta que el hombre salió pálido y temblando, no le podía explicar a la gente que le había pasado, y para ello hasta tuvo que aprender hablar en el lenguaje de señas. (Lucas 1:1-21-23). Parece, que Zacarías, desde que nació su hijo, ya no volvió a hablar como “sacerdote” sino como profeta, y lleno del Espíritu Santo es cuando proclama El Benedictus:
“Bendito sea el Señor Dios de Israel” (Lucas 1:67-6
Una fuerte lección nos queda, enviada del Cielo, el sacerdocio, no puede quedarse solamente reglamentado y argumentado en normas y leyes; según la Tradición, el Espíritu de Dios, “se mueve”, sopla donde quiere, nadie lo puede detener, no es propiedad privada de ninguna institución. El sacerdocio no es sólo fe, ritos, cultos y templos “sagrados”. El sacerdocio es la plena escucha y aceptación a las advertencias, llamado, y mensaje a llevar, siempre acompañado del testimonio, y compromiso de vida, porque de lo contrario nos quedaremos mudas/os, hasta recuperar la confianza plena y absoluta en Dios.
“La Ley y los Profetas llegaron hasta Juan; desde entonces se anuncia el reinado de Dios” (Lucas 16:16)
*Presbitera católica
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