MARTA Y MARIA: Dolores Aleixandre rscj


 

18MAR

DOLORES ALEIXANDRE

Publicado en FE ADULTA

Nunca olvidaré aquella sobremesa en la que las palabras de Jesús sanaban nuestra secreta ambición de llenar nuestra vida de “obras” y nos convertía a todos, hombres y mujeres, en oyentes de su Palabra y poseedores de esa “mejor parte” que es la suerte de quienes la escuchan.

– No puedo estar de acuerdo contigo, Pedro, te estás atribuyendo unos méritos que no son tuyos. Cuando Jesús nos envió a predicar, el que recorrió más aldeas y se acercó a más gente fui yo.– ¡Pero quien se atrevió a tomar la palabra en la sinagoga de Cafarnaúm fui yo!

– Claro, pero mientras vosotros hablabais, yo me estuve dedicando a imponer las manos a los enfermos del pueblo que eran los más parecidos al hombre tirado en la cuneta al que el samaritano socorrió. Y ya escuchasteis  a Jesús: eso es precisamente lo que tenemos que hacer…

La discusión se iba haciendo cada vez más acalorada y cada uno mostraba sus acciones, méritos y empresas, como si fueran las hazañas militares de un puñado de héroes. Me extrañó que Jesús permaneciera callado, acostumbrados como estábamos a oírle intervenir en nuestras disputas acerca del primer puesto en lo que fuera. Por eso deduje internamente que aprobaba nuestros esfuerzos, quehaceres y trabajos por anunciar el Reino. Al fin y al cabo, su manera de concluir la historia del samaritano había sido ésta: «Vete y haz tú lo mismo».

Habíamos llegado a Betania y entramos en casa de Lázaro y sus hermanas. Nuestra llegada fue acogida con alborozo mezclado con algunos indicios de nerviosismo porque, como no nos esperaban tan pronto, Lázaro no había regresado aún del campo y las cosas no estaban preparadas. Marta, una mujer decidida y práctica, tomó las riendas de la situación y, después de un saludo apresurado, se puso a dar órdenes a los criados y a ir y venir de la cocina a la sala donde iba a celebrarse la cena, dando muestras de impaciencia y agitación.

Entretanto María, la tercera de la familia, siempre más propensa a escuchar que a hablar y a acoger más que a intervenir, era la única que no parecía contagiada de la ansiedad generalizada y se había sentado tranquilamente junto a Jesús, preguntándole, escuchándole.

La verdad es que su actitud me pareció inadecuada e inoportuna: sentarse a los pies de alguien es la postura que adoptan los discípulos con su maestro y en nuestra tradición, un rabbi nunca aceptaría como discípula a una mujer. Es cierto que Jesús suele hacer caso omiso de esas costumbres (y bastantes problemas tenemos ya con su conducta), pero para todos era evidente que Marta era la que se estaba comportando correctamente al ocuparse del servicio, y que la actitud de María suponía un atrevimiento difícilmente tolerable. Por eso no nos extrañó la intervención irritada de Marta en una de sus idas y venidas y encontramos justificado su reproche al Maestro y a María.

Pero cuando ya estábamos esperando que él recomendara a María ponerse a ayudar a su hermana, el siempre sorprendente Jesús desvió el reproche hacia Marta, le echó en cara con cierto humor sus prisas y agobios y tomó partido descarado por su hermana. Dijo algo en torno a lo que importa de verdad y lo que es accesorio, y sentenció con aplomo que la que tenía razón era María y que era ella la que había acertado con lo que él venía buscando a casa de sus amigos: no un gran banquete, sino encontrar a alguien a quien poder contarle sus preocupaciones y sus deseos.

Luego, en la sobremesa, salió a relucir nuestra discusión de antes en torno a quién había trabajado más por el Reino:

«No es eso lo que importa», se puso a decirnos, «de lo que se trata es de vivir lo que el Padre quiere en cada momento y eso sólo se consigue escuchándole. Y si vivís agobiados y ansiosos, es porque vuestras acciones no nacen del deseo de hacer su voluntad, sino de vuestra propia necesidad de acumular méritos, o de creer que tenéis que ganaros su aprecio a fuerza de hacer cosas por El.

Y ¿cuántas veces os he dicho que no necesitáis conquistar nada, sino que el amor del Padre es como un tesoro que se encuentra inesperadamente, sin depender del comportamiento del que lo encontró? O como la lluvia y el sol, que no se fijan en si la tierra que los recibe es buena o mala, sino que caen sobre ella gratuitamente, y es eso lo que la hace buena y fecunda…

Marta, la próxima vez que vuelva, bastará con que prepares pan, dátiles y aceitunas, y te sentarás junto a mí como María, porque la mejor parte está a disposición de todos. Y juntos hablaremos del Padre y de cómo realizar juntos lo que El desea…»

Nunca olvidaré aquella sobremesa en la que las palabras de Jesús sanaban nuestra secreta ambición de llenar nuestra vida de “obras” y nos convertía a todos, hombres y mujeres, en oyentes de su Palabra y poseedores de esa “mejor parte” que es la suerte de quienes la escuchan.

Fuente:

eukleria.wordpress.com/2012/03/18/marta-y-maria/  

HOMBRES DE POCA FE Y MUCHO MIEDO



El Maestro suele reprocharnos con frecuencia nuestras reacciones de miedo y no se equivoca. Ese fue mi primer sentimiento cuando se acercó a Andrés y a mí mientras lavábamos las redes a la orilla del lago y nos pidió que nos fuéramos con él: «Aléjate de mi, que soy un pecador», le dije entonces y más de una vez me ha recordado aquella reacción y me ha comparado riendo con el profeta Isaías, temblando de pies a cabeza cuando Dios le manifestó su gloria en el templo. O con el atemorizado Jeremías balbuciendo ante el Señor: «Mira que no sé hablar, que sólo soy un muchacho…»

 

La misión que nos ha confiado nos asusta un poco a todos, y a veces se diría que también él la siente gravitando sobre sus hombros y como si le abrumara e hiciera tambalearse el suelo debajo de los pies. Quizá por eso se aleja de nosotros en esos momentos, se retira sólo a orar y, cuando vuelve trae de nuevo el rostro sereno, como si hubiera escuchado directamente la voz silenciosa de Dios diciéndole: «No tengas miedo, yo estoy contigo». Y entonces da la sensación de que todo su ser se apoya seguro sobre roca, que en torno a él se alza una muralla inexpugnable, o que está en lo alto de un picacho rocoso, con abasto de pan y provisión de agua…

 

Uno de esos días nos propuso rezar juntos dos de los himnos de subida a Jerusalén:

 

 «Los que confían en el Señor

 son como el monte Sión,

 no vacila, está asentado para siempre.

 A Jerusalén la rodean las montañas,

 a su pueblo lo rodea el Señor» (Sal 125,1-2).

 

«El Señor es tu guardián,

el Señor es tu sombra,

está a tu derecha.

De día el sol no te hará daño

ni la luna de noche» (Sal 121,5-6).

 

Y se puso después a hablarnos de Dios como guardián que nunca duerme, como almena y escudo que nos defiende, como un Padre que lleva nuestros nombres escritos en la palma de sus manos… Él vive esa seguridad tan intensamente, que no puede comprender que nuestra fe sea tan vacilante y que seamos tan desconfiados ante aquello que no somos capaces de constatar inmediatamente.

 

Un día que estábamos sentados en la orilla del Jordán nos propuso esta parábola:

 

“El Reino de los Cielos se parece a dos hombres que están cada uno a un lado de un río profundo y a uno de ellos le parece muy hondo e imposible de atravesar sin perder pie. El otro, que ya lo ha cruzado y sabe que hay vado, le dice: «No tengas miedo, hay roca debajo aunque no puedas verla, puedes atravesarlo apoyándote en ella…»

 

Pero el temeroso prefiere quedarse del otro lado, paralizado por el miedo a lo que aún no ha comprobado por sí mismo. Y la seguridad que le ofrece la orilla familiar le impide correr el riesgo de avanzar hacia lo desconocido, cuando sólo allí haría la experiencia de que existe una Roca que sostiene a todo el que se atreve a apoyarse en ella…”

 

Debe parecerle que nosotros reaccionamos casi siempre como el hombre temeroso y quizá por eso, cuando encuentra en alguien un gesto de confianza, se muestra tan deslumbrado, como si hubiera encontrado un tesoro escondido. Y quizá también por eso le gusta tanto estar con los niños, mirar su tranquila concentración cuando juegan, su instintiva seguridad en que los mayores están ahí para cuidarlos, y defenderlos, y llevarlos en brazos cuando se cansan.

 

En la segunda luna de Pascua, estábamos atravesando el lago en mi barca, cuando se levantó un viento que amenazaba tormenta. Él debía estar rendido porque se había echado en popa, apoyando la cabeza sobre un rollo de cuerdas y se había quedado dormido.

 

De pronto el cielo se oscureció, el viento arreciaba y comenzaron a formarse remolinos en el agua. Se desencadenó una terrible galerna y todos estábamos demudados y despavoridos, nos dábamos órdenes unos a otros para achicar el agua y remábamos sin rumbo mientras la barca subía y bajaba como una cáscara de nuez en poder de las olas. No podíamos comprender cómo él seguía durmiendo tan tranquilo, así que me puse a zarandearle y le grité: «¿Es que no te importa que nos ahoguemos?».

 

Se puso en pie y dijo con voz fuerte: «¡Silencio! ¿Dónde está vuestra fe?».

 

Y no sé bien si nos lo estaba ordenando a nosotros, o al miedo que nos estaba dominando y que nos hundía en su abismo con mucha más fuerza que la amenaza de las olas.

 

Me acordé del griterío que acompañaba en tiempos del desierto el traslado del arca, cuando decían:

 

«¡Levántate, Señor!

Que se dispersen tus enemigos,

huyan de tu presencia los que te odian» (Num 10,35).

 

Los enemigos que salían huyendo de nosotros se llamaban ahora temor, angustia y ansiedad, la palabra de Jesús ponía suelo bajo nuestros pies, nuestro pánico desaparecía y una sorprendente tranquilidad nos serenaba. El mar había comenzado a calmarse y ahora remábamos en silencio hacia la otra orilla, bajo las estrellas de un cielo despejado.

 

Y fue en ese momento cuando nos invadió un temor aún más profundo que el que habíamos sentido durante la tempestad. Nos dimos cuenta de que lo que estaba pidiendo de nosotros consistía en una confianza total, una seguridad absoluta en que la firmeza que él ofrece no es una recompensa a nuestro esfuerzo, sino un don que se nos regala gratuitamente cuando nos atrevemos a fiarnos de él en medio de las tormentas de la vida.

 

 

Dolores Aleixandre

Fuente: http://www.feadulta.com

Rescates: DOLORES ALEIXANDRE rcsj


Rescates

DOLORES ALEIXANDRE

Lunes 2 de abril de 2012
Publicado en alandar nº287

Ya se lo decía el zorro al Principito: “Nada es perfecto”. Lo demuestra el hecho de que hasta la palabra “rescate”, que suena a héroes y a hazañas, tiene también su lado sombrío. Porque si eres un minero chileno atrapado en la mina, esperas con ansia que te rescaten, pero como seas de un país periférico y en Bruselas decidan tu rescate, se te avecina la catástrofe y te echas a la calle a dar voces.

A Jesús tuvieron que rescatarle -lo cuenta San Lucas- porque el sistema económico del templo de Jerusalén, mayormente gestionado por los sacerdotes residentes, se sostenía gracias a tarifas establecidas: el primogénito varoncito de cada familia debía quedarse de plantilla en el templo pero, si la familia no estaba por la labor, tenía que rescatarlo entregando a cambio un cordero (adivinen quiénes se lo comían). Si la familia era de pocos posibles, se le aplicaba la tarifa B: un par de tórtolas o dos pichones (sigan adivinando adónde iban a parar los pichoncitos…).

Llegaron José y María con su jaulita para pagar el rescate de su niño, porque ellos eran de pueblo y con pocas pretensiones y les hacía poca gracia lo de dejarlo como pupilo entre un personal cuyo fondo de armario, para que nos hagamos una idea, incluía “efod, pectoral, manto, túnica ajedrezada, turbante y banda, todo en oro, púrpura violácea, roja y escarlata y lino”. En comparación con lo que prescribe Ex 28, el atuendo cardenalicio de hoy es ropa de sportcasual fashion que le dicen ahora.

Así que, gracias a los dos pichones del rescate, pudieron criarle sano y libre entre los vecinos de Nazaret, que eran gente corriente. Lo llevaban a la sinagoga los sábados y fue allí donde debió escuchar por primera vez lo del go’el , una figura clave de la institución familiar de Israel: cuando la vida de alguien estaba en juego, ahí tenía que estar su pariente más próximo para hacerse cargo de su rescate; cuando un hombre era sometido a la esclavitud, redimirle era misión de su go’el(Lv 25, 47); si alguien se arruinaba y tenía que vender la tierra de sus antepasados, correspondía a su go’el rescatar esa tierra (Lv 25,25); y si un hombre moría sin descendencia y el hermano del difunto no quería casarse con la viuda, otro pariente podía convertirse en su go’el e impedir que se perdiera un nombre para siempre (lo cuenta preciosamente la historia de Rut).

En tiempos del exilio, Israel dio un paso de gigante y se atrevió a pensar en Dios como en su familiar más próximo. Y, en vez de subrayar su trascendencia, majestad o lejanía, le reconocieron como su go’el, que era como decirle: “Tú eres nuestro pariente más cercano y tú sabrás por qué, pero has contraído para con nosotros una responsabilidad gravísima: a ti te corresponde sacarnos de la opresión, arrancarnos de la muerte y darnos un futuro”.

Cuando Jesús escuchó lo del go’el debió parecerle que era eso lo que mejor encajaba con lo que él quería ser y un día confesó a los suyos que había descubierto el sentido de su vida: “servir y dar la vida en rescate por muchos” (Mc 10,45). Muy pronto empezó a intuir que rescatar a esa “familia” que somos y a la que se había vinculado iba a tener un precio mayor del que creía al principio. Pero ya no podía volverse atrás, ya no podía dejar de querernos y de sentirse irremediablemente vinculado a nuestro destino. Se sentía marcado para siempre como go’el de esta humanidad nuestra, terrible y maravillosa.

Quería estar junto a nosotros cuando nuestra vida estuviera en juego, cuando peligrara nuestra libertad, cuando nos amenazaran la ruina y el olvido. Estábamos tatuados en la palma de sus manos y lo supo definitivamente cuando las extendió para que se las clavaran al madero. Se había comprometido a entregar la vida por nosotros y él era un hombre de palabra. Pero su go’el también tenía palabra y acudió en su rescate resucitándolo de entre los muertos. Lo proclamamos radiantes cada año con el Alleluya pascual.

 

http://www.alandar.org/spip-alandar/?Rescates

Un CD sorprendente: Dolores Aleixandre rscj


Nuevo disco de Migueli

 

«Migueli consigue hablar con sencillez de las cosas de Dios»

«A más de un teólogo le vendría bien reciclarse con esta música»

Dolores Aleixandre, 28 de marzo de 2012 a las 19:15

 Es un regalo este mundo, cada mañana amanezco. El sol y todo en su sitio. Todo está bien hecho…

Migueli/>

Migueli

Recursos en la web

(Dolores Aleixandre)- Salida de un colegio, cinco de la tarde: escucho a una madre metiendo prisa a sus dos hijos: «¡Vamos niños! Y, de pronto, me encuentro tarareando por dentro: «Vamos niños al sagrario que Jesús llorando está, pero al ver a tantos niños, muy contento se pondrá». Esa canción acompañó mi infancia, allá por los años cuarenta y tantos y, por ese poder misterioso de la memoria, pervive aún en mí, aunque ahora ya no piense que Jesús está llorando en el sagrario.

Me da alegría imaginar que los niños que ahora cantan: «El amor lo cura todo, el amor perdona todo, el amor lo arregla todo«, a lo mejor un día, cuando tengan 60 o 70 años, se pondrán a tararearlo. Y volverán a pensar que es verdad, y que eso del amor es bastante más curativo que otros medicamentos.

Qué regalo el que haya llegado a mis manos y a mis oídos este nuevo CD de Migueli de canciones para niños cantadas por niños. De entrada, tienen ritmo y los estribillos son pegadizos, tanto que voy por los pasillos cantando bajito lo de «Hola María, ¿qué tal estás? Yo aquí jugando…¿y tú? Yo aquí volando…»

A los niños que cantan, casi «se les ve», con los dientes mellados de los 6 a 8 años y voces de niños de verdad, no de «pequeños cantores de Viena» ni de Seises (caso de que los Seises, tan pausados y seriecitos, se pusieran a cantar).

Pero lo que más me ha cautivado han sido las letras, porque no es fácil hablar con sencillez de las cosas de Dios y Migueli lo consigue. Y encima con gracia. Porque a los niños de antes nos enseñaban a decir: «Jesús mío, te amo», pero quizá el equivalente para un niño de hoy puede ser eso de «me caes muy bien». Y una buena manera de que «les caiga bien» también el Espíritu Santo, es cantar que es «la fuerza por dentro, la luz de la cara, la gracia en el cuerpo, la fe en la mirada».

¿Cómo no les va a apetecer hablar con un Dios que «es padre, madre, grande, cerca, amigo y corazón»? ¿Y qué mejor manera de hablar de la Iglesia que diciendo: «Somos un pueblo de muchos colores, de muchos olores, de muchos sabores. …»?

Fantástica también la «iniciación ecológica«: «Es un regalo este mundo cada mañana amanezco. El sol y todo en su sitio. Todo está bien hecho (…) Las hormigas trabajando, los pájaros por el cielo, y yo cuido este regalo cantando y viviendo».

En fin, que a más de un teólogo le vendría bien reciclar su teología escuchando y tomando apuntes de las letras de este CD, tan lleno de sabiduría pero mezclada con esa frescura que Dios le ha regalado a Migueli…¡y que siga así muchos años más!.

Fuente: http://www.feadulta.com

EL TESTIMONIO DE RUT, LA MUJER DE JOSÉ DE ARIMATEA : Dolores Aleixandre rscj


Cuando la víspera del sábado llegó José y me comunicó con satisfacción que aquella misma tarde había cerrado el trato de compra del terreno, no pude disimular mi disgusto. Desde el momento en que me habló del proyecto de adquirir una propiedad fuera de las murallas y me pidió que le acompañara a visitarlo, estuve en desacuerdo. Y no porque no pudiéramos permitirnos el gasto, sino porque encontré que estaba demasiado cerca del promontorio rocoso de una antigua cantera abandonada, precisamente el sitio donde tenían lugar las ejecuciones de los condenados a crucifixión.

 

He nacido en Jerusalén, procedo de una familia farisea muy estricta y la sola proximidad de un cadáver, aunque sea de lejos, me inspira un enorme temor de caer en impureza.

 

Mi esposo nació en Arimatea, un pueblo de Judea, y aunque también es fariseo, simpatiza con corrientes rabínicas más abiertas y tolerantes y no parecía importarle mucho el emplazamiento. Por eso intentó convencerme de las ventajas que tenía la adquisición de un terreno tan cercano a la ciudad en el que podríamos excavar espacio para una sepultura.

 

Aún somos jóvenes y tomar ya precauciones para el enterramiento tampoco me parecía necesario, así que discutimos mucho tiempo hasta que terminamos bromeando sobre cuál de los dos sería el primero en estrenar la sepultura. Qué lejos estábamos entonces de saber para quién estaba destinada…

 

Recuerdo de manera especial aquel sábado después de la compra: José leyó en presencia de nuestros tres hijos el texto sobre la compra por parte de Abraham de un campo en Hebrón para enterrar a Sara (Gen 23). Al terminar, nos hizo caer en la cuenta de cómo aquella minúscula parcela de tierra fue la primera propiedad de Abraham en Canaan y cómo en ella se encerraba, como en una semilla, el cumplimiento de la promesa que el Eterno, bendito sea, había hecho a nuestros padres.

 

Reconozco que el recuerdo de Abraham y su preocupación por poseer al fin un terreno propio para enterrar a Sara, disipó casi todos mis recelos con respecto a la compra del campo y hasta fui a visitarlo cuando estuvo excavada la tumba para que José pudiera mostrarme con orgullo la enorme piedra que había hecho tallar para cerrar la sepultura.

 

Un encuentro desconcertante

 

Unos días después él llegó a casa casi sin aliento. Me dijo algo confuso acerca de un encuentro inesperado con un pariente lejano de Arimatea y durante la cena lo encontré distraído y nervioso, como si su pensamiento estuviera en otra parte.

 

Sólo cuando se acostaron nuestros hijos se decidió a contarme lo que en realidad le había ocurrido: había estado escuchando, por casualidad, las palabras que un tal Jesús, un galileo de Nazaret según había sabido después, dirigía a un grupo de campesinos y pescadores sentados a la orilla del lago. Les hablaba  sentado tranquilamente en una barca amarrada a la orilla y aunque él al principio se había acercado a escuchar movido por la curiosidad, se había quedado impresionado por la atención con que le escuchaba el gentío y el poder de convocatoria que tenía aquel hombre con aspecto de no ser más ilustrado ni más culto que ellos.

 

Aquella noche no le di mayor importancia, y sólo comencé a preocuparme cuando en los días que siguieron José volvió a llegar tarde y a mostrarse pensativo y silencioso. Oí rumores sobre Jesús en el merado y comencé a intuir que José había entablado relación con él y no me decía nada por temor a preocuparme. De hecho, ya era pública la oposición que Jesús despertaba en medios fariseos y se comentaban las polémicas que desencadenaban sus actuaciones y sus palabras, que yo encontraba de una provocación y un atrevimiento escandalosos. A José no parecía ocurrirle lo mismo y me contó que, como le había defendido delante del Consejo, comenzaba a sentir por parte de éstos recelo y ocultas censuras.

 

Un sábado diferente

 

Al empezar la primavera me trasladé, como de costumbre a la casa que poseemos en Cafarnaúm y él se quedó en Jerusalén con el pretexto de algunos negocios. Antes de Pascua llegó inesperadamente a Cafarnaúm y, cuando nos quedamos solos, me anunció con una gravedad desacostumbrada que tenía que decirme algo que quizá yo no iba a comprender en un primer momento:

 

– He invitado a la cena del pasado sábado en nuestra casa a Jesús y su grupo, y necesito compartir contigo lo que he vivido en esa noche.

 

Le miré horrorizada porque una de las cosas que había oído de él es que se sienta a la mesa con recaudadores, soldados romanos, comerciantes de todas clases, cambistas, traficantes y hasta mujeres de mala vida. Al darse cuenta de mi sobresalto, cogió mi mano como si intentara darme fuerza para lo que iba a seguir escuchando:

 

– Rut, algo absolutamente nuevo está comenzando y, como quiero que tú participes de ello, voy a intentar explicártelo de una manera que los dos podemos entender: sentado en aquella mesa, he vivido el sábado más verdadero, el más festivo y alegre de los que he celebrado en mi vida.

 

¿Recuerdas cuántas veces he leído a nuestros hijos el texto del Éxodo para hacerles comprender que una de las finalidades del sábado no es cumplir con mil estrechas prescripciones, como enseñan algunos escribas, sino como dice el libro del Exodo “que descanse tu esclavo(Ex 20,8-11).

 

Hasta ahora yo me había creído un hombre libre y consideraba esclavos a otros, pero esa noche he caído en la cuenta de que llevaba una carga invisible sobre mis hombros: la de mi pretendida dignidad y posición que me hacía sentirme superior a los otros, la de sentirme portador de unas obligaciones para con Dios que, sin darme cuenta, han ido doblando mi espalda y me han situado ante él como un siervo y no como un hijo. Pero hoy, inesperadamente, alguien ha retirado ese peso de mis hombros, lo mismo que el Señor liberó de la espuerta cargada de ladrillos a nuestros antepasados en Egipto.

 

Un fariseo deslumbrado

José continuaba su descripción de Jesús:

– Hay algo en él que hace caer el fardo del «personaje» que cada uno llevamos a cuestas y su manera de tratar a cada uno como un príncipe, o mejor, como un amigo, consigue que los que le rodean experimenten la libertad asombrosa de no estar atados a ninguna jerarquía social, religiosa ni económica, ni a normas de pureza o de legalidad. El no lleva encima ninguno de esos pesos abrumadores que nos han ido imponiendo los que se han apoderado de la Torah y de la conciencia de nuestro pueblo: habla de Dios con la misma espontaneidad y confianza con que nos hablan a nosotros nuestros hijos y dice que es así como su Padre desea que le tratemos.

En medio de la cena he sentido que lo que estábamos viviendo era precisamente el verdadero signo que Dios busca: ver a sus hijos e hijas reunidos en torno a una mesa en la que han desaparecido todas esas divisiones y clasificaciones que nos separan y alejan unos de otros. Nada de eso existe para Jesús, y su sola presencia derrite cualquier pretensión de superioridad o inferioridad, dejando lugar a una corriente de afecto y de respeto entre iguales.

 

Como tú no estabas para encender las velas, fue Miryam, una mujer de Magdala, quien lo hizo. Ahora pertenece al grupo de los seguidores de Jesús a pesar de un pasado oscuro que casi todos conocemos y a medida que iba prendiendo cada una de ellas y se iba iluminando la sala pensé que era su propia vida la que había salido de las tinieblas porque la aceptación y la acogida de Jesús la han inundado de luz. Rut, esa luz que aguardábamos, la de Abraham y Moisés, la de David y Salomón y el profeta Elías, ha llegado hasta nosotros.

 

La visión de una ex-prostituta encendiendo las velas del sábado en el candelabro de mi propia casa me había paralizado de tal manera que me sentía incapaz de seguir escuchando a mi esposo. Pero él continuaba hablando, ajeno a mi incapacidad para seguirle:

 

– Ha aparecido alguien cuya palabra y presencia nos devuelven el verdadero orden soñado por Dios, y nos sienta en una mesa en la que hay lugar para todos y nadie queda excluido. Mientras cenábamos la otra noche, recordé lo que leemos en la historia de José: “Un hombre lo encontró cuando estaba perdido por el campo y le preguntó: ¿Qué buscas? El dijo:  Busco a mis hermanos. Dime, por favor, dónde están pastoreando sus rebaños” (Gen 37,15-17).

 

Si alguien le hiciera esa pregunta a Jesús, contestaría lo mismo que nuestro padre José: sólo va buscando a sus hermanos, como quien tiene una noticia extraordinariamente buena que comunicar y le fuera la vida en que todos lo supieran. Hasta ahora yo había leído y oído explicar a los rabinos que el exilio significa la situación de los que viven privados de memoria y de voluntad y que, para salir de su destierro, necesitan que alguien les revele su origen y su identidad y les recuerde cuál es su verdadera tierra. Eso es lo que él hace, Rut, y como un pastor que silba a su rebaño disperso, nos va conduciendo hasta esa fuente tranquila en que cada uno reencuentra su nombre.

 

Y misteriosamente, al hacerlo, no ejerce ningún tipo de dominio o de presión sobre los que le rodean. Sus discípulos le llaman “Rabbi” y “Señor”, pero ninguno de esos títulos parece añadirle nada, ni otorgarle ningún privilegio, al revés: le observé durante la cena y vi que, cuando a alguien de la mesa le faltaba algo, no esperaba a que vinieran los sirvientes, sino que se levantaba él mismo a buscarlo.

 

Y también hace notar de muchas maneras cuánto nos necesita, como un rey que no lo sería si no tuviera vasallos, o mejor, como un pastor que, al nutrir a su rebaño, gana él mismo para comer, sabiendo que cada uno hace vivir al otro, en una reciprocidad que destierra cualquier superioridad.

 

En la sobremesa, después que recitamos el Shema , nos comentó la frase «Amarás al Señor tu Dios con todas tus fuerzas» y dijo:

 

– Se nos pide amarle con esa forma de amor que hace estallar todas las categorías del corazón y de la razón. Haz lo que puedas, y después, haz un poco más, aprende a ir más allá de tus limites.

 

En ese momento, interrumpí agriamente el discurso de mi esposo:

 

 ¡Yo sí que he llegado más allá de mis límites, José! No puedo escuchar ni una palabra más de esta sarta de disparates que estás diciendo. Tú que no has bebido nunca hoy pareces estar completamente ebrio y es mejor que no sigas hablándome de ese Jesús que te está haciendo perder la sensatez y el buen juicio.

 

Me miró entristecido y decepcionado, se encerró en un profundo mutismo y nos fuimos a dormir, aunque ninguno de los dos pudo conciliar el sueño. Yo lo conseguí de madrugada y, cuando me desperté, un sirviente me comunicó de su parte que se volvía a Jerusalén y me pedía me quedara en Cafarnaúm con nuestros hijos durante la Pascua, porque temía que en esos días sucedieran acontecimientos desagradables.

 

Una tumba junto a un huerto

Supuse que se refería a Jesús y no me equivocaba. No obedecí su consejo porque lo quiero demasiado como para dejarle solo precisamente en los momentos difíciles que intuía iba a llegar. Dejé a los niños en casa de unos parientes y me uní a un grupo de peregrinos galileos que se dirigían a Jerusalén.

Nunca me arrepentí de haberlo hecho: durante tres largos días de camino, tuve tiempo de reflexionar sobre todo lo que José me había contado y en mi corazón en sombras comenzó a aparecer una débil luz. ¿Cómo no había sido capaz de comprender los sentimientos de José, su deslumbramiento, su fascinación por Jesús? Algo debía haber en él cuando había ejercido una atracción tan poderosa sobre un hombre tan prudente y tan ecuánime como mi esposo ¿Por qué no fiarme más de su actitud y aceptar conocerle por mí misma?

 

Llegué a Jerusalén la víspera de la fiesta, un poco después de la hora nona, con el tiempo justo para hacer los preparativos del sábado más solemne del año. José no estaba en nuestra casa y los sirvientes me dieron atropelladamente la noticia de que habían prendido, juzgado y crucificado a Jesús, que José había mantenido una discusión violenta con los otros miembros del Sanhedrín y que, por su cuenta y riesgo, se había dirigido al palacio de Poncio Pilato para pedir al gobernador el cadáver de Jesús para enterrarlo. Contaba con poder ejercer sobre él la presión suficiente como para que accediera a su demanda, si no desde su condición de judío respetado, al menos desde su posición económica.

 

Supe inmediatamente dónde tenía que dirigirme, segura de que era en nuestra sepultura nueva donde José había pensado enterrar a Jesús. Me dirigí hacia allí a toda prisa y llegué en el momento en que estaban introduciendo dentro el cadáver.

 

José se emocionó al verme más de lo que ya estaba y me abrazó en silencio mientras me conducía al interior: una mujer que supuse era la madre de Jesús, tenía sobre sus rodillas el cuerpo de su hijo y, con increíble entereza e infinita ternura, le limpiaba del rostro la sangre reseca para cubrirlo después con un sudario.

 

José envolvió entonces el cuerpo en un lienzo de lino que reconocí como tejido por mí, lo depositó con cuidado sobre la losa de mármol y todos salimos lentamente del sepulcro. Fue también José quien hizo rodar la enorme piedra que servía de puerta y todo el grupo se fue separando para dirigirnos al interior de la muralla. Acababa de sonar el primer toque del sofar, el cuerno que anunciaba la llegada de la fiesta solemne de la Pascua.

 

Dolores Aleixandre

 Fuente: http://www.feadulta.com

Dolores Aleixandre: «¿Por qué tenemos tanto miedo al sueño circular y fraterno de Jesús?»


Dolores Aleixandre

«Estoy cansada de la situación de la mujer en la Iglesia actual»

«Cada vez que se intenta someter todo al pensamiento único, se empobrece la Iglesia»

José Manuel Vidal, 16 de marzo de 2012 a las 15:51

 «Creo que amamos la Iglesia a partir del Evangelio, no al revés»

Dolores Aleixandre/>

Dolores Aleixandre

(José Manuel Vidal)- Dolores Aleixandre es una mujer excepcional. Religiosa del Sagrado Corazón, pionera en los estudios bíblicos y teológicos en España y, sobre todo, maestra de espiritualidad. Una espiritualidad suave y valiente a la vez. Liberadora, profética, y al mismo tiempo muy nazarena, muy de Jesús. Seduce por su testimonio y su sentido del humor. El video de su entrevista ronda ya las 4.000 visitas. Buscadora de lo esencial, pide potenciar «el sueño circular y fraterno de Jesús» y que la Iglesia no se empobrezca «con el pensamiento único».

Lleva ya un tiempo jubilada, pero sigue jubilando y jubilosa, publicando sin parar. Sus últimos libros son Hilvanes y pespuntes (en Fe Adulta), Mujeres ignacianas (en Salterrae), y Un tesoro escondido: las parábolas del Evangelio (en la editorial CCS).

¿Se te puede definir como una mujer de Dios?

Ojalá. Es lo que más podría gustarme

¿La felicidad puede venir de la creencia en Dios y en Jesús de Nazaret?

Claro. Cuando él decía: «La alegría que yo os doy no os la puede quitar nadie», eso es como un farol impresionante, porque tan fácilmente, por cosas tan chicas se nos va la alegría… pero la Palabra está ahí, como si fuera un montón de felicidad. Felicidad que es compatible también con el sufrimiento, con el dolor del mundo. Está mezclada, como el misterio pascual.

¿Has vivido tú esa mezcla de alegría y dolor, como la cruz y la resurrección?

Claro. Quién no.

¿Has vivido algún momento de desesperanza?

No. La vida y Dios a través de ella me han tratado muy suavemente.

¿El Sagrado Corazón es una congregación pequeña?

No. Cuando entré éramos siete mil. Ahora somos cuatro mil. Nuestra fundación es francesa, de 1800. Nos hemos dedicado siempre a la educación, y a partir del cambio conciliar la palabra educación se ha abierto mucho. A mí me gusta aquello que decía Blas de Otero: «Poner al hombre en pie». Entendemos así la educación.

¿Estáis en todo el mundo?

Sí.

¿Te has sentido siempre feliz siendo monja?

La verdad es que sí.

¿No echas de menos cualquier otra vocación?

Yo creo que, cuando pasas ya de los 40 y te das cuenta de que no vas a tener hijos ni marido, sí hay un momento en que eres más consciente de aquello a lo que has dicho no. Entonces, es el momento de enraizar más aquello a lo que has dicho sí. La gente, las personas, las relaciones, suponen tal riqueza, tal fuente de amistad y comunicación, que sólo con eso tenemos un tesoro en el celibato.

¿Te sientes una mujer realizada? ¿Qué piensas de aquello que se decía y se repetía, de que «se casan con Dios porque no hay quién se case con ellas»?

Eso es terrible. Y no es verdad.

¿En algún momento dudaste?

No. Entré en el convento a los 20 años, y hay una etapa previa como la en la vocación de Samuel aunque ahí todo pasa en una noche: lo normal es que pases un tiempo largo en búsqueda. Luego te enamoras, luego vuelves a pensar que eso no termina de ser lo tuyo… hasta que te decides. Esas etapas son buenas. Creo que no habría que admitir a nadie en una congregación que no haya pasado por un proceso de maduración previo. Porque, si no, después surgen muchos problemas.

¿La vida religiosa tiene futuro?

Sí.

¿Redimensionada, quizás?

Sí, mucho. En número y en estructuras. Estamos en un momento que yo encuentro precioso, que es de poda. No están podando muchísimo.

¿Y duele?

Claro. Duelen el envejecimiento y la disminución , pero, a la vez, nunca habíamos tenido una vida apostólica con más creatividad y con más proximidad unas congregaciones de otras. La pobreza nos ha hecho más humanas, nos ha bajado de ciertos pedestales. Cada congregación estaba en su especie de burbuja y ahora ha desaparecido y fluyen mucho más la proximidad y la cordialidad. Nos apoyamos y consultamos más unas a otras. Y eso es muy valioso.

¿Llegasteis a ese camino, entonces, por la fuerza?

Sí. Y no pasa nada porque haya sido así.

¿Suele ser así cuando se purifica la Iglesia? ¿De forma forzosa?

Creo que sí. Mira, estos días, leyendo en Marcos los preparativos de la Pasión, el texto dice: «El hijo del hombre se va conforme está escrito de él». Aunque la Escritura no dice eso «tal cual» , pero él hace su propia lectura y lee las circunstancias de su vida a la luz de la Escritura. Y Marcos usa un verbo que significa caminar, pero caminar sometido, llevado. Jesús va a la muerte empujado por las circunstancias. Pero camina haciendo suyo ese trayecto en el que es capaz de leer más allá de la apariencia. Algo así ocurre en la vida religiosa: las cosas han venido así, con su proceso de secularización. Sólo ver en lo que ocurre en las familias con hijos únicos: es más difícil que una hija única se haga monja. Pero otro elemento importantísimo es que el Concilio declara que la llamada a la santidad es universal y eso supone mucho cambio. En mi generación no era así: para ser santa había que ser monja.

¡Menos mal que ya no es así!

Claro, menos mal ¡Es una suerte! Es como cuando se rompen las tapias de un jardín cerrado, y ahora puede transitar todo el mundo. En la Iglesia habrá un sector quizá minoritario, que optará por la vida religiosa como camino de seguimiento… pero en sinfonía con otros carismas y opciones y para mí esa es una de las aperturas más ricas que hizo el Concilio aunque trajo vendavales, claro. Pero eso de no sentirnos, los religiosos, por encima del resto, era un cambio teológico que necesitábamos.

¿O sea que se democratizó la santidad? ¿Se puso al alcance de cualquier persona que quiera seguir a Jesús?

Claro.

Piensas, entonces que va a haber menos vida religiosa, pero, ¿será más genuina, más auténtica? ¿Con menos poder y más intercongregacionalidad?

Sí. Yo he vivido 5 años en una comunidad inter , en un proyecto de Cáritas para familias sin techo, en un bloque de 60 apartamentos. Había trabajadores sociales, pero Caritas quería también una comunidad de religiosas. Y como a nadie le puedes pedir hoy 4 personas para ello, algunas provinciales de CONFER hicieron suyo el proyecto, pidieron voluntarias y hemos estado 4 religiosas, de 4 congregaciones distintas formando comunidad. Íbamos un día a la semana a la congregación de origen, pero el resto de los días vivíamos en esa comunidad: rezábamos juntas, compartíamos bienes y en la casa de Caritas ejercíamos una especie de «ministerio de la visitación» entrando en relación con las familias.

¿Una comunidad piloto?

Sí, intercongregacional.

¿Y funcionó bien?

Sí, de maravilla, y ahora hay otras 4, y otras 4 también en otra casa de Cáritas. Van creciendo las experiencias.

¿O sea que el futuro puede apuntar a eso?

Por lo menos en ciertas circunstancias.

¿Y las experiencias mixtas no cuajan?

Yo creo que son más complicadas. Estuve en los años 80 en una comunidad mixta. Éramos 4 religiosas, un seminarista (José Luis Álvarez Santacristina, que luego salió del seminario y pasó a ETA), en un reformatorio de chicos en San Sebastián. Formábamos pequeñas familias con 6 o 7 chicos, y hacíamos un poco de padre y madre de aquel conjunto.

José Luis ha vuelto a la fe.

Sí, ha vuelto otra vez a sus raíces creyentes.
La verdad es que aquel proyecto era demasiado utópico: hacer comunidad de vida, de trabajo y de fe. Y contamos poco con la condición humana…y aquel experimento no acabó muy bien . Las comunidades mixtas que surgen ahora tienen otro perfil. He estado hace poco en Bose (Italia) donde hay monjes y monjas, protestantes y católicos, con un trabajo precioso en torno a la Palabra. Nacen de forma más reposada, más tranquila.

¿Sabiendo mejor lo que se pretende?

Claro, pienso que sí. Otras formas que surgen hoy son comunidades de laicos, célibes, matrimonios… y a mí me parece precioso. Creo que es vivir el rostro, la realidad de la Iglesia, desde carismas que se complementan.

¿Cómo ves a la Iglesia española? ¿Te duele en estos momentos?

Sí. Claro. Siento que hay miedo y eso es malo. Jesús, cada vez que se aparece a los suyos, les dice «no temáis». Juan Pablo II comenzó su pontificado diciendo también «No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo». Pero ahora hay bastante miedo: a lo plural, a la disensión. ¡Pero la Iglesia ha nacido en plena disensión! Disentir no es romper la comunión. Cada noche de Pascua escuchamos en la lectura del Génesis: «los hizo a cada uno según su especie». De diversa manera, con distintos acentos. Eso es una de las riquezas de la Iglesia que otros nos envidian, porque de por sí ,no hay un pensamiento único. Cada vez que se intenta someter todo al pensamiento único, al modo litúrgico, celebrativo, teológico, o espiritual único, eso empobrece. Limita.

¿Hay miedo a las decisiones, a las advertencias, y a las reacciones en el campo teológico?

Sí, y estamos cansadísimos de tanto miedo.

¿Cómo se supera eso?

Yo creo mucho en las relaciones personales. Lo primero que rompemos es eso que en Castilla se llama «el roce». Nos separamos cuando dejamos de acercarnos, dialogar, manifestarnos como somos, comer juntos. Hemos descuidado esos gestos elementales. Aunque se piense distinto, porque cada uno está en su derecho. Pero hay diferencias que se disuelven en una sobremesa.

¿También te duele la situación de la mujer en la Iglesia actual?

Sí que me duele, pero, más que dolerme, estoy cansada. Tengo la impresión de que llevamos con el mismo discurso demasiado tiempo. Muy anclado, por una parte y por otra, en sus posturas. Hay un temor en la Conferencia Episcopal, como si cualquier mujer que defiende sus derechos estuviera reclamando la ordenación. Y no se trata de eso, sino de que el Evangelio empuja de abajo a arriba, porque habla de una comunidad circular en la que alguien tiene la presidencia, pero en la que todos somos hermanos y hermanas. Un día le pregunté al cardenal Rouco, en una conferencia en Santiago: «Don Antonio, si el matrimonio es indisoluble porque el Evangelio dice «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre», también dice el Evangelio: «No llaméis padre y madre, maestro ni señor, porque sólo hay un Padre». Y sin embargo tenemos la Iglesia llena de padres, abades y monseñores. ¿Es que es apócrifo este texto?
Me pregunto por qué tenemos tanto miedo al sueño circular y fraterno de Jesús y creo que tenemos mucha confusión entre autoridad y poder.

¿Es el poder, al final, la gran tentación de toda institución, también de la eclesiástica?

Pienso que sí y que forma parte de nuestro pecado original.

¿Ves alguna salida a corto plazo? ¿Un Concilio, la decisión de un Papa por la igualdad, contra el escándalo de que la Iglesia sea prácticamente la única institución a nivel internacional donde no se admita la presencia de la mujer en igualdad de condiciones?

Hay una novela que me ha gustado muchísimo y recomiendo: se llama Vaticano 2035. El autor, Pietro di Paoli, parece que es un pseudónimo, y hay quien piensa, por lo bien que conoce la Iglesia, que es alguien de la Curia. Es una novela llena de amor a la Iglesia pero haciendo propuestas diferentes. En ella, Benedicto XVI dimite al llegar a los 80 años y uno de los papas que le suceden es un viudo con dos hijas y ha sido premio Nobel de la paz por haberla conseguido entre israelíes y palestinos. Y lo primero que hace cuando accede al papado es nombrar cardenales a algunas mujeres: una teóloga feminista para la Congregación para la Doctrina de la Fe y una monja de la madre Teresa, que está en Calcuta de médico, para todo lo que es Caritas en la Iglesia . Mientras leía el libro, iba asintiendo internamente: «Son cosas normales». Y al acabarlo pensaba ¡pero si lo raro es lo otro! Raro es lo que ahora estamos viviendo.

El problema es que llevamos con «lo raro» muchos siglos.

Sí, muchos.

¿Crees que el Vaticano II no se ha desarrollado, o que estamos en una etapa de involución?

Pienso que para convocar un Concilio haría falta más «masa crítica» que se sume a los movimientos del Pueblo de Dios que están empujando en esa dirección. Pero no creo esté presente en el episcopado ni en la Curia.

Pero en época de Juan XXIII se podía aplicar un mismo esquema, hasta que llegó precisamente el Papa. Pero el episcopado era el mismo que en la época de Pío XII, o incluso «peor». El Espíritu tendrá que soplar de alguna manera, ¿no?

Sí, pero, ¡es tan distinto su soplo del que nos gustaría! Quizá esta «era del hierro» que estamos viviendo pueda purificarnos. Lo que pasa es que hay mucha gente que se está yendo de la Iglesia.

¿Ése es el problema? ¿La salida radical y masiva hacia la indiferencia?

Es un dolor y una situación dramática, y además se está rompiendo la transmisión de la fe (si no se ha roto ya). Hay una inquietud enorme por parte de padres y madres jóvenes, que son cristianos, pero no saben cómo pasar la fe a sus hijos. Todo lo que sea favorecer eso nos ayudaría a continuar, pero hay cantidad de familias cristianas que no saben cómo hacerlo.

Pero, ¿para eso no hace falta ilusionar primero a los curas, a los catequistas y demás gente? ¿No habría que volver a la primavera post-conciliar de la creatividad y la alegría? ¿No se ha perdido eso, quedándonos una especie de funcionarios que se dedican a decir misas?

Sí. Por eso lo que nos urge hoy es la vuelta a Jesús, la vuelta al Evangelio que sigue teniendo tiene un inmenso poder de sugestión, de atracción y de asombro, que redime lo que tenemos, eclesialmente, de apagado y desvaído. Creo que amamos la Iglesia a partir del Evangelio, no al revés pero quien está fascinado por Jesús, entiende y puede amar después la comunidad en que mantenemos su nombre.
Estando en Israel, hice un retiro en el lago de Galilea, allí los franciscanos tienen una iglesita y, desde el monte de las Bienaventuranzas miraba el ir y venir de los autobuses de peregrinos… Y era una maqueta de lo que es la Iglesia: la comunidad que mantiene viva memoria de Jesús, su Evangelio y su Eucaristía. Pero le hemos puesto tantos sobreañadidos que es difícil acceder a ese tesoro central que es Jesús . Hay demasiadas cosas y ruidos superfluos.

¿O sea que hay que volver a lo esencial?

Claro.

Pero eso también lo está diciendo Benedicto XVI, al menos en sus discursos.

Es cierto. Pero para «volver a lo esencial» hay que soltar lo accesorio. Y eso ya nos cuesta más.

¿Estamos de acuerdo en qué es lo esencial, pero falta dar el paso? ¿No se sabe cómo soltar «lo accesorio»?

Soltar es fácil: no tendríamos más que abrir las manos.

¿Pero tienen que empujar desde fuera?

Ya están empujando. Estamos perdiendo gente tan buena, tan buscadora… Participo en un grupo que anima Pablo D’Ors.

Buen novelista.

Y buen cristiano, y buen cura. El grupo se llama Buscadores de la Montaña. Somos poca gente, pero muy plural. Hay gente post-cristiana, gente en busca de espiritualidad, cristianos que no encuentran su sitio en la Iglesia… Y se busca recuperar desde dentro elementos centrales como la oración o los ritos…. Hacemos meditación silenciosa, leemos textos de la tradición espiritual cristiana o sufí o hinduista. Y también un tiempo de «introducción al rito» para recuperar a nivel profundo los signos litúrgicos, más despojados de lo rígido.

Pero los «talibanes» llamarían a eso herejía.

Sí, pero allá ellos, es su problema. Pienso que es una gran ayuda para los que participan en el grupo poder recuperar por ejemplo el significado de la imposición de la ceniza o la renovación de las promesas del bautismo… ¡hasta la imposición del escapulario del Carmen como una devoción tradicional mariana.
Tendría que haber más grupos así porque hay mucha gente que necesita ayuda para reencontrar el lenguaje eclesial desde dentro y comprender mejor su contenido.

¿Qué curas quieres tú para la Iglesia de hoy?

Quiero «místicos en la plaza» o en el café, más «expertos en humanidad» cercanos de la gente. Tengo temor a que la formación en los seminarios sea en una burbuja insonorizada y aséptica. Creo que lo esencial de la formación es contagiar la pasión por Dios, formar orantes fascinados por Jesús y su Evangelio. Pero capaces, a la vez, de tomarse una caña con los no creyentes. Desde una Fraternidad de Hermanitos de Jesús (de Carlos de Foucauld) en un barrio popular, uno de ellos decía: «Miro la gente en esta plaza, y siento que esa es mi gente, que mi sitio está ahí, con ellos». ¿No es también «la plaza» el sitio de un cura? La parroquia, pero también «la plaza» porque, como no salgan en la primera, se quedarán solos.

Me contaban unas catequistas que llegó un cura joven con su «clergyman», y les dice a ellas, mujeres hechas y derechas , gente de Iglesia de toda la vida: «Pueden ustedes llamarme Don Pedro…» Y ellas, atónitas, sin entender este modo de llegar a una comunidad cristiana investidos de poder. ¿De qué poder?, pero si para Jesús el poder está en despojarse del manto y agarrar la toalla y la jofaina! Siéntate con ellas, apréndete sus nombres, pregúntales si están en el paro, si llegan a fin de mes.
Mucha gente prefiere ahora que les llegue un cura mayor a la parroquia porque hay temor a e curas que llegan imponiendo y que a la hora de tratar con las mujeres y con las religiosas vuelven a invocar «nuestro cometido propio» y nuestra «dignidad peculiar» y en cuanto esa dignidad es «peculiar», ya se sabe lo que se está queriendo decir. Las relaciones que instaura el Evangelio fluyen de persona a persona, de hermano a hermano, pero si se decide que lo de la mujer es «peculiar», algo raro se esconde detrás de ese calificativo.

No entiendo tampoco que haya libros de ciertos autores que no se puedan leer en el seminario y que haya teólogos prohibidos ¿por qué hay miedo a aquello que hace pensar y hacerse preguntas…? ¿No es extraño que en algunos seminarios no tengan acceso por ej. a una revista como Vida Nueva? Un seminarista se llevó de mi casa un montón de números atrasados como si fuera material pornográfico… Me pregunto qué resultado van a dar después ciertos modelos formativos.

Se ha hablado mucho últimamente de que la Iglesia, en este contexto de crisis, debería hacer un gesto público y claro. Impulsar la solidaridad desde las bases, desde todos sus medios. Pagar el IBI, por ejemplo…

Pues, ¡buenísima idea!

El Padre Ángel acaba de decir a los obispos que abran las catedrales y que las conviertan en comedores para la gente que lo necesita. Lo mismo que pide a los políticos.

A mí, en la misa de Cuatro Vientos, el tiempo de adoración de la Eucaristía me pareció mágico, en que se creó un clima muy especial. Pero me faltó para que hubiera sido perfecto, que al terminar el Papa dijera : «Vamos ahora a hacer, a nivel de toda España, una colecta para el cuerno de África». Hubiéramos unido entonces la adoración de la Eucaristía con el gesto del Pan roto y compartido por la vida del mundo.

Desde aquí también pedimos ese gesto.

¡La Iglesia tiene a su alcance y en su tradición tantos gestos capaces de pro-vocar y sacudir las conciencias! Y no contentarse solamente con lo que Cáritas está haciendo y representando hoy en España.

¿Debería ser, en estas circunstancias, aún más samaritana?

Por supuesto, y hacer gestos más provocadores.

¿Deberían recuperarse las delegaciones de trabajo y oficinas contra el paro que se crearon en las parroquias en los años 80? ¿Podemos pedir algo así?

Sería bueno que se unieran las comunidades de base eclesiales para pedir gestos de ese tipo porque así no serían iniciativas aisladas, y se conectaría con lo que tanta gente está esperando hoy. A veces nos pierde el tono mesiánico o solamente reivindicativo . Es verdad que hace falta gente capaz de levantar la voz y ser radical, pero también hacen falta personas con otro tono, capaces de convencer sin acorralar. Con eso a veces sólo se consigue que se retraiga más la jerarquía. Creo que hay que buscar más vías de diálogo con los obispos, hacerles llegar más el sentir de muchos creyentes desconcertados y también impacientes. Hay obispos muy sensibles a lo social y que están ya haciendo esos gestos en sus diócesis. Pero haría falta que lo hicieran juntos y públicamente, para que tenga repercusión mediática.

Algunos titulares

La pobreza nos ha hecho más humanas, nos ha bajado de ciertos pedestales

Gracias al Concilio Vaticano los religiosos dejamos de sentirnos por encima del resto

La Iglesia tiene miedo a lo plural, habiendo nacido en plena disensión

Cada vez que se intenta someter todo al pensamiento único, se empobrece la Iglesia

Estoy cansada de la situación de la mujer en la Iglesia actual

El Evangelio empuja de abajo a arriba, porque propone una comunidad circular

El Evangelio dice «no llaméis a nadie padre…» ¿por qué tenemos la Iglesia llena de padres y monseñores?

¿Por qué tenemos tanto miedo al sueño circular y fraterno de Jesús?

Quizá la «era del hierro» que estamos viviendo pueda purificar el Espíritu de la Iglesia

El Evangelio tiene tal poder de atracción, que redime lo apagada y desvaída que está la Iglesia

Creo que amamos la Iglesia a partir del Evangelio, no al revés

Es difícil acceder a Jesús por culpa de todos los sobreañadidos que le hemos puesto a la Iglesia

¡El sitio del cura es también la plaza!

http://www.periodistadigital.com/religion/opinion/2012/03/16/dolores-aleixandre-iglesia-religion-iglesia-monja-religion-jesus-papa-obispos-vida-religiosa-mujer.shtml

MARTA Y MARIA



– No puedo estar de acuerdo contigo, Pedro, te estás atribuyendo unos méritos que no son tuyos. Cuando Jesús nos envió a predicar, el que recorrió más aldeas y se acercó a más gente fui yo.

 

– ¡Pero quien se atrevió a tomar la palabra en la sinagoga de Cafarnaúm fui yo!

 

– Claro, pero mientras vosotros hablabais, yo me estuve dedicando a imponer las manos a los enfermos del pueblo que eran los más parecidos al hombre tirado en la cuneta al que el samaritano socorrió. Y ya escuchasteis a Jesús: eso es precisamente lo que tenemos que hacer…

 

La discusión se iba haciendo cada vez más acalorada y cada uno mostraba sus acciones, méritos y empresas, como si fueran las hazañas militares de un puñado de héroes. Me extrañó que Jesús permaneciera callado, acostumbrados como estábamos a oírle intervenir en nuestras disputas acerca del primer puesto en lo que fuera. Por eso deduje internamente que aprobaba nuestros esfuerzos, quehaceres y trabajos por anunciar el Reino. Al fin y al cabo, su manera de concluir la historia del samaritano había sido ésta: «Vete y haz tú lo mismo».

 

Habíamos llegado a Betania y entramos en casa de Lázaro y sus hermanas. Nuestra llegada fue acogida con alborozo mezclado con algunos indicios de nerviosismo porque, como no nos esperaban tan pronto, Lázaro no había regresado aún del campo y las cosas no estaban preparadas. Marta, una mujer decidida y práctica, tomó las riendas de la situación y, después de un saludo apresurado, se puso a dar órdenes a los criados y a ir y venir de la cocina a la sala donde iba a celebrarse la cena, dando muestras de impaciencia y agitación.

 

Entretanto María, la tercera de la familia, siempre más propensa a escuchar que a hablar y a acoger más que a intervenir, era la única que no parecía contagiada de la ansiedad generalizada y se había sentado tranquilamente junto a Jesús, preguntándole, escuchándole.

 

La verdad es que su actitud me pareció inadecuada e inoportuna: sentarse a los pies de alguien es la postura que adoptan los discípulos con su maestro y en nuestra tradición, un rabbi nunca aceptaría como discípula a una mujer. Es cierto que Jesús suele hacer caso omiso de esas costumbres (y bastantes problemas tenemos ya con su conducta), pero para todos era evidente que Marta era la que se estaba comportando correctamente al ocuparse del servicio, y que la actitud de María suponía un atrevimiento difícilmente tolerable. Por eso no nos extrañó la intervención irritada de Marta en una de sus idas y venidas y encontramos justificado su reproche al Maestro y a María.

 

Pero cuando ya estábamos esperando que él recomendara a María ponerse a ayudar a su hermana, el siempre sorprendente Jesús desvió el reproche hacia Marta, le echó en cara con cierto humor sus prisas y agobios y tomó partido descarado por su hermana. Dijo algo en torno a lo que importa de verdad y lo que es accesorio, y sentenció con aplomo que la que tenía razón era María y que era ella la que había acertado con lo que él venía buscando a casa de sus amigos: no un gran banquete, sino encontrar a alguien a quien poder contarle sus preocupaciones y sus deseos

 

Luego, en la sobremesa, salió a relucir nuestra discusión de antes en torno a quién había trabajado más por el Reino:

 

«No es eso lo que importa», se puso a decirnos, «de lo que se trata es de vivir lo que el Padre quiere en cada momento y eso sólo se consigue escuchándole. Y si vivís agobiados y ansiosos, es porque vuestras acciones no nacen del deseo de hacer su voluntad, sino de vuestra propia necesidad de acumular méritos, o de creer que tenéis que ganaros su aprecio a fuerza de hacer cosas por El.

 

Y ¿cuántas veces os he dicho que no necesitáis conquistar nada, sino que el amor del Padre es como un tesoro que se encuentra inesperadamente, sin depender del comportamiento del que lo encontró? O como la lluvia y el sol, que no se fijan en si la tierra que los recibe es buena o mala, sino que caen sobre ella gratuitamente, y es eso lo que la hace buena y fecunda…

 

Marta, la próxima vez que vuelva, bastará con que prepares pan, dátiles y aceitunas, y te sentarás junto a mí como María, porque la mejor parte está a disposición de todos. Y juntos hablaremos del Padre y de cómo realizar juntos lo que El desea…»

 

Nunca olvidaré aquella sobremesa en la que las palabras de Jesús sanaban nuestra secreta ambición de llenar nuestra vida de “obras” y nos convertía a todos, hombres y mujeres, en oyentes de su Palabra y poseedores de esa “mejor parte” que es la suerte de quienes la escuchan.

 

 

 

Dolores Aleixandre

 Fuente: http://www.feadulta.com

Un púlpito para Dolores Aleixandre


07.03.12 | 19:08.

He salido edificado, casi diría santificado, de una entrevista. Un momento mágico, que duró más de tres cuartos de hora. Una gozada, que pronto podrán leer, y ya puden ver y escuchar en nuestro expositor de videos. Hacía tiempo, mucho tiempo que no terminaba una entrevista dando gracias a Dios por haber podido disfrutar de las palabras y la presencia deDolores Aleixandre. Una mujer de Dios. Una monja enamorada. Una mistica humana. Una teóloga pionea de un feminismo y de una espiritualidad dulce y potente a la vez. Gracias, Dolores, por tu sonrisa, tu sentido del humor y tu esperanza. Con gente como tú, el Reino está cerca y la Iglesia puede renovarse.

Dolores Aleixandre está jubilada y jubilosa, después de sus largos años de profesora de la Universidad de Comillas. Allí creció y se forjó como biblista, rodeada de hombres y de grandes intelectuales, como Álvarez Bolado o Goyo Roldán, al que tuvo que sustituir, tras su repentino fallecimiento, con rubor y temblor.

Asi se define ella misma: «Jubilada feliz. Encajando el envejecer con cierto garbo (de momento). Convencida de la fuerza de la Palabra y de la bondad última de las personas. Adicta a la Biblia y a contársela a otros. Agradecida a la vida, al cariño de tantos amigos y al sentido del humor. Aficionada al cine, a la música polifónica y a Gomaespuma. Lectora desordenada y escritora de vuelo corto. Tratando de callarme más, rezar más y vivir más atenta al latido del corazón de Dios en el corazón del mundo».

Mirada clara, sonrisa eterna, cara de felicidad. Rompe los tópicos de las monjas amargadas o silentes o tristes. Su buen humor se contagia.

Y con su tono afable y cordial desgrana sus vivencias y dice verdades como puños. Y denuncias proféticas, sin agresividad alguna y con todo el amor del mundo.

Como vive en el amor, reivindica el amor para los creyentes y para la Iglesia. Incluso para los obispos. Porque, el roce hace el cariño. Y para fomentar el contacto, les pide que coman y cenen con la gente, con los curas, con las monjas y hasta con los periodistas críticos. Que salgan de su torre de marfil.

Dice estar cansada de esperar cambios en la Iglesia, pero lo dice con tanta dulzura y tanta carga de esperanza, que parece dispuesta a seguir esperando. Y proclama muy alto que la Iglesia o es una comunidad de hermanos y hermanas, donde la mujer tenga los mismos deberes y derechos que el hombre, o no será la Iglesia que quiso Jesús.

Dolores está jubilada, pero se mantiene muy bien. Por eso me gustaría, mi querida amiga, proponerte que fueses tú la cabeza de cartel de ese manifiesto-denuncia-anuncio de los cristianos para poner en marcha un gran tsunami solidario y ofrecer consuelo y alivio a nuestro pueblo que sufre y llora.

Nosotros te ofrecemos el soporte publicitario, el escaparate mediático. Tú tienes que ponerte al frente y utilizar tu carisma y tu palabra dulce y profunda, para aglutinar a muchos en esa causa tan justa y tan urgente. Hacer el bien a los pobres no puede esperar.

Señores obispos, les propongo que preparen una gira de Dolores, acompañada por las personas que ella elija, por todas y cada una de las diócesis españolas. Les vendrá bien a ustedes, primero. Y, sobre todo, si ponen a disposición de Dolores sus medios de comunicación, su capacidad de covocatoria, sus altavoces, los púlpitos de sus catedrales, estoy seguro que ella conseguirá provocar esa gran oleada de amor y de solidaridad.

Monseñores, tienen los medios necesarios y las personas adecuadas. Sólo hace falta que quieran. Es fácil y muy urgente. Los pobres, los preferidos de Cristo, nos están esperando. No podemos defraudarlos.

José Manuel Vidal

http://www.periodistadigital.com/religion/opinion/2012/03/10/un-pulpito-para-dolores-aleixandre-iglesia-monja-religion-papa-obispos.shtml

SALIMA, LA HEMORROÍSA : Dolores Aleixandre rcsj



Cuando mi siervo Yúbal me anunció que Salima había llegado y quería verme, me pregunté con inquietud si se habría agravado su estado. Hacía tiempo que se había oído el sonido grave del sofar anunciando el comienzo del sábado y, aunque no soy judío sino griego, vivo en Jerusalén hace tiempo y conozco bien las prescripciones en torno al reposo sabático que Salima estaba, sorprendentemente, contraviniendo. Si venía a visitarme después de que en el cielo hubiera aparecido la primera estrella, momento en que daba comienzo el sábado, era porque su estado de salud se había agravado. Pero por otra parte ¿cómo no me había avisado para que fuera a visitarla yo a su casa, como había hecho en otras ocasiones?

Conocía hacía tiempo a esta mujer y desde el primer momento me inspiró una viva simpatía la entereza con que soportaba una enfermedad que la aquejaba desde hacía al menos doce años, y la tenacidad con que luchaba por curarse.

Mi admiración y mi compasión hacia ella habían aumentado a medida que me iba adentrando más en el conocimiento de las tradiciones judías ya que, en el mundo en que vivía, el flujo de sangre que padecía era considerado mucho más grave que una simple enfermedad: según la legislación judía, una mujer aquejada de hemorragias frecuentes quedaba confinada en el ámbito de la impureza y en un estado de indignidad, inmundicia y degradación difíciles de comprender desde las categorías de un griego culto como yo.

Por eso, a la penosa limitación corporal que la imposibilitaba para la maternidad, se sumaba una exclusión social y religiosa y un deshonor más duro aún que su misma esterilidad.

Yo había utilizado todos los remedios que poseía desde mis conocimientos de la medicina, pero todo había resultado inútil. Supe que había acudido a otros médicos y no se lo reproché, tanta era su desesperación y su ansia por curarse. Ahora estaba arruinada y no había podido pagarme sus últimas visitas.

Cuando la vi me quedé atónito: la mujer que estaba ante mi nada tenía que ver con la que yo conocía. Su mirada sombría era ahora radiante, el color había vuelto a su rostro, su expresión antes abrumada había sido remplazada por una sonrisa y estaba ante mí erguida y expectante, con un evidente deseo de contarme lo que le había ocurrido.

Escuché en silencio su asombrosa narración: su obstinado convencimiento de que aquel rabbi galileo de quien todos hablaban podía curarla; la decisión de incorporarse al grupo de los que le apretujaban, los empujones que dio hasta conseguir tocar por detrás el borde de su manto y la sensación inconfundible de una corriente de vitalidad que llegaba hasta ella y hacía desaparecer su mal.

Me habló de su tremenda confusión cuando el rabbi se volvió preguntando quién le había tocado y de la fuerza misteriosa que le hizo confesar en alto que había sido ella:

–      Y entonces él me miró haciendo desaparecer de mí cualquier rastro de temor, y tuve la sensación de que, en medio de toda la muchedumbre, sólo estábamos los dos. Me llamó “hija”, continuó con una voz emocionada, y afirmó que no era él, sino mi confianza lo que me había sanado y que podía marcharme en paz.

¿Te das cuenta Sorano? De nuevo soy alguien que puede mirar de frente y mi vientre puede aún engendrar vida. Pero creo que ha sido por expresar ante aquel hombre lo que he estado ocultando tanto tiempo lo que me hace sentirme envuelta en dignidad y en justicia. Algo en su mirada me decía que no tenía por qué avergonzarme de nada, que nadie podrá quitarme la paz profunda que él me concedía y que, incluso si mi enfermedad hubiera continuado, yo podría saberme salvada y bendecida.

Cuando terminó su relato, volvió a agradecerme el afecto e interés con que siempre la había tratado y se marchó. Abrí entonces la pequeña bolsa con que había insistido en pagarme y miré aquellas monedas con una sensación extraña: sentía que no me correspondían porque no había sido yo quien la había curado. Pero sabía también que con ese dinero nunca hubiera podido pagar lo que había hecho con ella el rabbide Galilea. Él la había sacado más allá del círculo estrecho de las transacciones económicas y la había conducido al campo abierto de la gratuidad y de la relación de persona a persona.

Y me di cuenta con cierta nostalgia de que nunca yo, con toda mi ciencia, podré conseguir la fuerza misteriosa de aquel hombre que había arrebatado a Salima de las sombras de la muerte y había hecho de ella una mujer nueva.

Dolores Aleixandre

http://feadulta.com/Ev-Dolores_27_SALIMA-HEMORROISA.htm

HOMBRES DE POCA FE Y MUCHO MIEDO



El Maestro suele reprocharnos con frecuencia nuestras reacciones de miedo y no se equivoca. Ese fue mi primer sentimiento cuando se acercó a Andrés y a mí mientras lavábamos las redes a la orilla del lago y nos pidió que nos fuéramos con él: «Aléjate de mi, que soy un pecador», le dije entonces y más de una vez me ha recordado aquella reacción y me ha comparado riendo con el profeta Isaías, temblando de pies a cabeza cuando Dios le manifestó su gloria en el templo. O con el atemorizado Jeremías balbuciendo ante el Señor: «Mira que no sé hablar, que sólo soy un muchacho…»

 

La misión que nos ha confiado nos asusta un poco a todos, y a veces se diría que también él la siente gravitando sobre sus hombros y como si le abrumara e hiciera tambalearse el suelo debajo de los pies. Quizá por eso se aleja de nosotros en esos momentos, se retira sólo a orar y, cuando vuelve trae de nuevo el rostro sereno, como si hubiera escuchado directamente la voz silenciosa de Dios diciéndole: «No tengas miedo, yo estoy contigo». Y entonces da la sensación de que todo su ser se apoya seguro sobre roca, que en torno a él se alza una muralla inexpugnable, o que está en lo alto de un picacho rocoso, con abasto de pan y provisión de agua…

Uno de esos días nos propuso rezar juntos dos de los himnos de subida a Jerusalén:

 

 «Los que confían en el Señor

 son como el monte Sión,

 no vacila, está asentado para siempre.

 A Jerusalén la rodean las montañas,

 a su pueblo lo rodea el Señor» (Sal 125,1-2).

«El Señor es tu guardián,

el Señor es tu sombra,

está a tu derecha.

De día el sol no te hará daño

ni la luna de noche» (Sal 121,5-6).

 

Y se puso después a hablarnos de Dios como guardián que nunca duerme, como almena y escudo que nos defiende, como un Padre que lleva nuestros nombres escritos en la palma de sus manos… Él vive esa seguridad tan intensamente, que no puede comprender que nuestra fe sea tan vacilante y que seamos tan desconfiados ante aquello que no somos capaces de constatar inmediatamente.

Un día que estábamos sentados en la orilla del Jordán nos propuso esta parábola:

“El Reino de los Cielos se parece a dos hombres que están cada uno a un lado de un río profundo y a uno de ellos le parece muy hondo e imposible de atravesar sin perder pie. El otro, que ya lo ha cruzado y sabe que hay vado, le dice: «No tengas miedo, hay roca debajo aunque no puedas verla, puedes atravesarlo apoyándote en ella…»

Pero el temeroso prefiere quedarse del otro lado, paralizado por el miedo a lo que aún no ha comprobado por sí mismo. Y la seguridad que le ofrece la orilla familiar le impide correr el riesgo de avanzar hacia lo desconocido, cuando sólo allí haría la experiencia de que existe una Roca que sostiene a todo el que se atreve a apoyarse en ella…”

Debe parecerle que nosotros reaccionamos casi siempre como el hombre temeroso y quizá por eso, cuando encuentra en alguien un gesto de confianza, se muestra tan deslumbrado, como si hubiera encontrado un tesoro escondido. Y quizá también por eso le gusta tanto estar con los niños, mirar su tranquila concentración cuando juegan, su instintiva seguridad en que los mayores están ahí para cuidarlos, y defenderlos, y llevarlos en brazos cuando se cansan.

En la segunda luna de Pascua, estábamos atravesando el lago en mi barca, cuando se levantó un viento que amenazaba tormenta. Él debía estar rendido porque se había echado en popa, apoyando la cabeza sobre un rollo de cuerdas y se había quedado dormido.

De pronto el cielo se oscureció, el viento arreciaba y comenzaron a formarse remolinos en el agua. Se desencadenó una terrible galerna y todos estábamos demudados y despavoridos, nos dábamos órdenes unos a otros para achicar el agua y remábamos sin rumbo mientras la barca subía y bajaba como una cáscara de nuez en poder de las olas. No podíamos comprender cómo él seguía durmiendo tan tranquilo, así que me puse a zarandearle y le grité: «¿Es que no te importa que nos ahoguemos?».

Se puso en pie y dijo con voz fuerte: «¡Silencio! ¿Dónde está vuestra fe?».

Y no sé bien si nos lo estaba ordenando a nosotros, o al miedo que nos estaba dominando y que nos hundía en su abismo con mucha más fuerza que la amenaza de las olas.

Me acordé del griterío que acompañaba en tiempos del desierto el traslado del arca, cuando decían:

 

«¡Levántate, Señor!

Que se dispersen tus enemigos,

huyan de tu presencia los que te odian» (Num 10,35).

 

Los enemigos que salían huyendo de nosotros se llamaban ahora temor, angustia y ansiedad, la palabra de Jesús ponía suelo bajo nuestros pies, nuestro pánico desaparecía y una sorprendente tranquilidad nos serenaba. El mar había comenzado a calmarse y ahora remábamos en silencio hacia la otra orilla, bajo las estrellas de un cielo despejado.

Y fue en ese momento cuando nos invadió un temor aún más profundo que el que habíamos sentido durante la tempestad. Nos dimos cuenta de que lo que estaba pidiendo de nosotros consistía en una confianza total, una seguridad absoluta en que la firmeza que él ofrece no es una recompensa a nuestro esfuerzo, sino un don que se nos regala gratuitamente cuando nos atrevemos a fiarnos de él en medio de las tormentas de la vida. 

Dolores Aleixandre

Fuente: http://www.feadulta.com

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