Shopping eclesial. ¿Por qué les cuesta tanto a los jóvenes adultos encontrar una buena parroquia?


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Por Kaya Oakes

En otoño de 2013 comenzó a llegar mucha gente nueva a mi barrio de Oakland. Lo que había sido un barrio sencillo, de clase trabajadora, cambió. Los alquileres comenzaron a subir. Y llegó el día en que el dueño nos dijo que iba a vender el edificio. Debido a la presencia masiva en la zona de profesionales de alto nivel (proceso que se ha dado en llamar gentrificación), el precio de la casa se puso en 600.000 dólares. Ese precio era imposible para este profesor y su mujer, dedicada a la música. Así que tuvimos que irnos y mudarnos a otra casa a tres cuartos de hora de distancia.

Al principio, seguí yendo a mi parroquia de siempre y participando como antes. Pero entre ser el catequista del grupo de adultos, ir a misa, el trabajo, el gimnasio y recados varios, me pasaba conduciendo más de dos horas al día todos los días. Consumir tanta gasolina era una espina para mí, tan preocupado por el cambio climático. Pero tampoco tenía transporte público para ir a mi antiguo barrio. Además, cambiaron al párroco y eso ya me hizo preguntarme la razón por la que tenía que seguir haciendo tanto viaje. La gente comenzó a sentirse un tanto desvinculada de la comunidad. Para colmo, una instrucción de la diócesis indicaba que la pastoral debía centrarse más en los estudiantes, lo que hizo que los que no éramos estudiantes nos comenzásemos a sentir más fuera que dentro. Los tres cuartos de hora de viaje no facilitaban, precisamente, las cosas.

Conclusión: después de un tiempo de discernimiento y de hablar alguna vez con mi director espiritual, comencé a visitar parroquias. Estaba en una zona urbana y no debía ser difícil encontrarlas –hay docenas de iglesias católicas en la zona y muchas más en San Francisco. Empecé por una a la que podía llegar caminando, dando por supuesto que el ahorro en gasolina aliviaría el hecho de sentirme culpable por lo que estaba haciendo. Cuando llegué a la misa del domingo por la mañana no había nadie en la entrada principal, así que entré y busqué un boletín parroquial o un libro de cantos. Para cuando los encontré, había ya unas cuarenta personas en los bancos. El coro cantaba bien pero la homilía duró 35 minutos (confieso que medí el tiempo) y daba la impresión de que no tenía una idea central. Cuando llegó el momento de cantar, fui la única de los que tenía cerca que cantó –y no tengo una buena voz. Además de un par de familias con niños, yo era la más joven de los asistentes, con una diferencia de veinte años. El rito de la paz fue puramente formal, no había actividades sociales anunciadas en el boletín y el sacerdote celebrante apenas saludó a una o dos personas al final de la misa antes de desaparecer.

Quizá, como muchos católicos, estaba demasiado acostumbrada a buenas predicaciones, buena música y hermosas liturgias. Tenía algunos puntos mínimos irrenunciables en lo que buscaba: buenas homilías, una música decente y actividades de tipo social. Dado que vivía en un barrio multicultural y enseñaba en una escuela también multicultural, prefería una parroquia que tuviese una cierta variedad étnica y que fuese también capaz de acoger a mis amigos LGBT (lesbianas, homosexuales, bisexuales y transexuales, por su siglas en inglés) y a mi familia. Estoy ya en los cuarenta y me gustaría ver a alguien de mi edad de vez en cuando. También me gustaría no ser marginada por estar casada con una persona que no es católica o por no tener hijos y, como consecuencia, ir a misa sola. Pero la verdad es que en mi peregrinar de iglesia en iglesia no encontraba todas esas cosas juntas. ¿No estaría pidiendo demasiado?

Rebajando exigencias

Un estudio hecho en 2014 puso de manifiesto que, por cada adulto que es acogido en la Iglesia católica, hay seis que la abandonan. ¿Qué cosas hay entre lo que encontramos al entrar en una iglesia que nos lleva a sentirnos decepcionados? Preparé un cuestionario para personas de menos de 50 años. Les preguntaba qué buscaban en una iglesia y qué experiencias habían tenido cuando habían ido buscando esas cosas de iglesia en iglesia. Luego lo distribuí a través de Twitter y Facebook.

Me gustaría no ser marginada por estar casada con un no católico o por no tener hijos

La respuesta más común indicaba que lo que más echaban de menos era una buena homilía. Uno decía que estaba tan cansado de los “luchadores contra la cultura actual” que había renunciado a escuchar una buena homilía. Otro decía que deseaba una homilía que tuviese sustancia y sentido unida a una hermosa liturgia. Y terminaba diciendo que pensaba que lo que tanto quería en realidad no existía. Una mujer decía de las homilías: “¿Quién desea aburrirse? O peor, ¿quién desea sentirse enfadado o agredido?”. Otra decía preferir “homilías que le provocasen intelectualmente”. Y otro decía que, después de años de escuchar homilías mediocres, se sentía feliz de haber encontrado a un predicador que era profesor de teología y sacerdote “con conocimientos de teología”. Otro decía que buscaba “homilías que hiciesen pensar pero que también hablasen de temas teológicos de envergadura”.

La forma como se recibe a las personas cuando llegan a la iglesia no sólo habla del estilo de la parroquia, también puede ser causa de problemas. Muchas personas dicen que no se las ha saludado ni siquiera con un rápido “Hola”. Los que se acercan expresamente a saludar al sacerdote y se comprometen en la parroquia saben que, una vez que se supera ese obstáculo inicial, todo va mejor. Los padres con niños experimentan que la participación en actividades para familias les ayuda a entablar relaciones. Pero los solteros, los casados con no-católicos y los que no tienen hijos dicen que a ellos no se les ofrece nada. “Por eso muchos jóvenes adultos han dejado de participar”, dice uno, “porque las iglesias atienden, sobre todo, a la gente que ya está dentro.” No es necesario decir que eso puede ser, ciertamente, alienante.

Uno de los que respondieron a mi encuesta y que se define a sí mismo como introvertido, dice que no le gusta recibir un saludo de una persona que lo hace como un oficio pero que con el tiempo el sacerdote se acercó a él y le invito a participar en las actividades. Pero él fue una excepción entre las personas que respondieron. La mayor parte de las personas con las que hablé dijeron que la comunidad era una de las cosas que más buscaban en una parroquia. Sólo unos pocos dijeron haberla encontrado. De esos jóvenes adultos, sólo unos pocos deseaban participar en las actividades pensadas para ellos. Uno de ellos decía que muchas de esas actividades parecen un modo un tanto “forzado” de socializar. Otros las describían como falsas y manidas. Ciertamente sería preferible un espacio para establecer unas relaciones más normales. En general, todos preferían una parroquia donde conviviesen todas las generaciones a una que se centrase sólo en los jóvenes adultos.

Cuando se les preguntó si habían encontrado una parroquia que les gustase de verdad, muchos dijeron que no. Muchos habían preferido renunciar a alguna de sus exigencias. Uno decía de la iglesia a la que iba que “la liturgia es mala, las homilías peores y prácticamente no hay diversidad étnica. Pero me parece que hay una posibilidad de desarrollar una comunidad aunque sólo sea porque es la parroquia que está más cerca de mi casa y los parroquianos son también mis vecinos”. Una mujer decía que va un poco de mala gana a la parroquia de su infancia. Encuentra que las actividades para los jóvenes adultos no le ayudan a crecer. Se centran más en socializar (reuniones y juegos, aunque a ella no le gustan) y tienen muy poco de ayuda espiritual o intelectual. Otro dice que su parroquia sólo tiene sentido para “católicos una vez que se han casado y tienen niños a los que hacer participar en las actividades”. Otro dice que le gusta su parroquia pero que “está envejeciendo y disminuyendo en número de feligreses y no ofrece muchas oportunidades para hacer comunidad”.

Si la experiencia en la iglesia es decepcionante o alientante, ¿para qué ir?

La liturgia puede ser también una dificultad para encontrar una parroquia en la que uno se sienta a gusto. Los gustos de los que respondieron a la encuesta iban desde lo tradicional (unos pocos preferían la misa en latín y la música de órgano) a lo más actual, con muchas combinaciones de por medio. Pero el sentido de reverencia y el respeto por la teología aparecía mucho, tanto en los que se identificaban como progresistas como en los que se veían a sí mismos como tradicionalistas. Muchos criticaban que liturgias superficiales o desorganizadas les habían llevado a seguir buscando otra parroquia mejor. También se hizo presente el “siempre se ha hecho así”: los que habían intentado integrarse en los grupos de liturgia o de cantos y habían hecho alguna sugerencia, con cierta frecuencia habían sido rechazados.

Buscando una comunidad

Haciendo esta investigación para este artículo y para un libro que estoy preparando sobre el creciente número de jóvenes adultos que no van a ninguna iglesia, encontré a muchas personas que se definían a sí mismas como muy exigentes y que pensaban que quizá esa excesiva exigencia las había llevado a desistir de su intento de encontrar una iglesia que les gustase. Pero esa exigencia puede también significar que hay personas que buscan pero que no se sienten acogidas o integradas en las iglesias que encuentran. Como decía uno, “¿Por qué dedicar tiempo y energía a una comunidad que parece que no tiene la capacidad de hacerte sentir que eres valioso y que tu participación es necesaria?”. Y en un tiempo de dificultades económicas, cuando los jóvenes adultos tienen que atender a sus múltiples ocupaciones, el tiempo dedicado a la iglesia significa renunciar al tiempo con la familia y los amigos. Si además la experiencia en la iglesia es decepcionante o alienante, la pregunta brota inmediatamente: ¿Para qué ir?

Hay personas que buscan pero que no se sienten acogidas o integradas en las iglesiaslas iglesias[/quote_right]

Mi director espiritual me ofreció una respuesta para todas estas historias de malas homilías, comunidades frías y poco acogedoras y peor música. “Céntrate en la Eucaristía.” Al final eso es lo que más importa. Aunque ese consejo puede ayudar a los que tienen una experiencia decepcionante con la iglesia, no llega a solucionar por sí misma el problema de encontrar una comunidad, que es tan complicado en nuestra sociedad cada vez más fragmentada. Así que sigue buscando una parroquia en la que haya una auténtica vivencia de comunidad. Supone un gran esfuerzo. Quizá, como muchas personas con las que he hablado, se trata de una búsqueda permanente. Pero quizá, también, como grupo, tenemos un precedente. Jesús mismo y sus amigos parece que no oraron siempre en el mismo lugar. Como muchos de nuestra generación, iban de un lugar a otro e intentaban buscar el mejor lugar posible. Y, de vez en cuando, encontraban un lugar para reunirse. Encontrar ese lugar implica una cierta dispersión, confusión e, incluso, temor. ¿A quién se van a encontrar y qué les van a ofrecer? Fraternidad, seguridad, acogida es lo que se busca. Quizá las iglesias que sienten con temor la ausencia de jóvenes adultos deberían intentar ofrecerles eso mismo.
*Kaya Oakes, es profesora de literatura en la Universidad de California. Artículo publicado en la revista estadounidense America, traducido por Fernando Torres.
http://americamagazine.org/issue/church-shopping

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