Como de costumbre, fui a buscar al grupo de mujeres que suele participar en la misa dominical. Durante la espera, se me acercó una de ellas. Se trataba de una mujer -hoy una amiga y hermana- que participa semanalmente en el colectivo de mujeres migrantes con quienes trabajamos. Al acercarse, me dijo: “…a veces me quiero morir”. Ante mi intento de compasión, prosiguió: “Nunca me atreví a decirle pero he intentado morirme dos veces y, sin embargo, no he podido hacerlo… no he querido hacerlo”. En esos momentos recordé aquello que tantas veces hemos conversado: “mi familia, mis hijos, mi marido, mis animales y mi tierra todavía me esperan. Hoy -continúa- quiero recuperar quien era yo antes de llegar aquí: alegre, abierta, buena para conversar y compartir con mis amigas”.
Cuando la vida se vuelve invivible entre los infiernos de la privación de libertad y la muerte del destierro cultural y familiar, precisamente cuando la muerte se vuelve una posibilidad de liberación de la “crucifixión” cotidiana, allí, en esas circunstancias, esta mujer parece haber respondido diferente: “no he querido morirme”. Detrás de su negación a la muerte que se le ofrece, hay una afirmación implícita de la vida: “quiero y elijo (sobre) vivir”. Justamente cuando la muerte se muestra como una posibilidad “real”, la vida se vuelve una elección. En realidad, la vida se vuelve una decisión únicamente de cara a la muerte. Entonces, asediado por la muerte, ese gesto honesto y decidido por la sobrevivencia adquiere visos de resurrección.
La resurrección del Crucificado Jesús de Nazaret adquiere entre las crucificadas de nuestro país un nuevo sentido: todo deseo y opción empírica por la sobrevivencia adopta entre los“cerrojos” de la cárcel trazos de resurrección. Vista desde la experiencia vital de esta hermana extranjera, la resurrección del Crucificado de Nazaret acontece, justamente, en la opción material con que esa mujer -y muchas otras- le dicen NO a la muerte y deciden (sobre) vivir. Mas no se trata de cualquier tipo de sobrevivencia: “quiero recuperar quien era yo antes de llegar aquí: alegre, abierta, buena para conversar y compartir con mis amigas”.
Con estas palabras parecía decir: “quiero vivir yo misma y NO otra que no sea yo”. Incluso en este infierno, esta mujer tiene la osadía de afirmar su deseo de sobrevivir a la muerte, mas no de cualquier manera sino como ella ha sido “mientras vivía”. Lo que esta hermana nuestra está afirmando es la perseverancia de la vida -y de la vida digna- en el reino de la muerte. La esperanza de liberación de la cárcel -que nos recuerda la liberación del pueblo de Israel narrada por el Éxodo- y el anhelo de retorno a su tierra –que se ha vuelto, de hecho, “tierra prometida”– son señales de la presencia “oculta” del Resucitado en el infierno de la privación de libertad y la muerte del destierro.
Les soy honesto. No conozco señales históricas más elocuentes que estas palabras para indicar existencialmente la resurrección del Crucificado Jesús de Nazaret. Esta hermana migrante, desterrada y privada de libertad me ha enseñado eso que los cristianos celebramos en este tiempo de Pascua y que denominamos resurrección. Y lo ha hecho del modo más creíble: con su propia vida, con su propia historia, con el compromiso empírico de su libertad. En estos días de Pascua, aprendí que cada reencuentro con ella es un signo de alguien que tentada por la muerte opta por la vida, una señal histórica de la presencia del Resucitado allí donde reina la muerte o, como les gusta decir a los/as teólogos/as, un“signo de los tiempos” sucediendo en el “abajo” de nuestra historia.
Enrique Alvear
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