Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
― Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.
Al verlos, les dijo:
― Id a presentaros a los sacerdotes.
Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.
Este era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo:
― ¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?
Y le dijo:
― Levántate, vete; tu fe te ha salvado.
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CRECER EN COMPASIÓN Y EN GRATITUD
La lepra –si bien este término se refería a diversas afecciones de la piel, de diferente gravedad- era una enfermedad temida, debido a las tremendas consecuencias sociales y religiosas para la persona que la padecía.
Considerados pecadores y condenados al ostracismo, alejados de cualquier población y de todo contacto humano, con prohibición expresa de acercarse a cualquier persona sana, los leprosos malvivían, esperando la muerte, en colonias más o menos numerosas.
Se comprende que, en esa situación, pidieran compasión. Siempre necesitamos que los demás “se pongan en nuestra piel”, comprendan nuestra situación y nuestro comportamiento. Pero esa necesidad se hace acuciante cuanto más débiles y vulnerables nos sentimos.
Ese es el significado profundo del término “compasión”: sentir con el otro y actuar en consecuencia, buscando remedio a la situación de necesidad.
Jesús los envía a los sacerdotes –según la ley, un leproso solo podía reintegrarse en la sociedad cuando un documento del sacerdote certificaba que estaba curado- y por el camino sanan.
Y el texto recalca –incluso enfatizando la extrañeza de Jesús- que solo uno de ellos vive la gratitud.
Compasión y Gratitud son dos actitudes básicas que, por un lado, expresan la madurez de la persona y, por otro, hacen posible una convivencia armoniosa y constructiva.
Pero, como toda actitud, como todo arte, requieren de un cuidado expreso y cotidiano. Desde la aceptación del lugar donde cada cual se encuentra en la vivencia de las mismas, siempre es posible dar pasos en esa doble dirección, favoreciendo conscientemente ser compasivos y agradecidos.
Insisto en la importancia de la aceptación previa, porque las dificultades para vivirlas suelen ser muy antiguas, grabadas incluso en nuestro cerebro y, sobre todo, inconscientes.
Los neurocientíficos están descubriendo las bases neurológicas de la compasión. Según Daniel Siegel, “el cerebro es un órgano social… Hemos nacido para ser un «nosotros»” (D.J. SIEGEL, Mindsight. La nueva ciencia de la transformación personal, Paidós, Barcelona 2011, pp.278 y 334).
Las llamadas “neuronas espejo” actúan como antenas que captan las intenciones y los sentimientos de los demás creando en nosotros una resonancia emocional y haciendo que imitemos su conducta. Neurológicamente, ahí se funda la capacidad de empatía y de compasión. Cuando, por determinadas carencias emocionales, esos circuitos se han apagado, aquellas capacidades quedarán mermadas o incluso sofocadas.
Por ejemplo, en casos de familias en las que se vive un apego no seguro –inseguro, ambivalente, evitador-, no suele haber momentos de resonancia que creen un «nosotros». “Cuando mis circuitos de resonancia se activan puedo sentir lo que siente otra persona… Sin embargo, si no me puedo identificar con nadie, esos circuitos de resonancia se acabarán apagando. Veré a los demás como objetos, como «ellos» y no como «nosotros». No activaré los circuitos necesarios para ver que los demás también tienen una vida mental interior. Esta desactivación de los circuitos de la compasión puede ser una explicación de nuestra violenta historia como especie” (Ibid., p.332).
Se ha comprobado que, cuando se ha vivido un “apego evitador”, el niño tiende a cerrar los circuitos cerebrales que buscan cercanía y conexión; es decir, apaga el hemisferio derecho relacional, emocional y centrado en lo somático. Desconecta de su mundo interior de sentimientos y sensaciones corporales, hasta quedar desvinculado de su realidad subcortical. Por otro lado, cuando se ha vivido un “apego inseguro”, la persona adulta suele verse inundada de sentimientos dolorosos que parecen desbordarla. Las reacciones sin control indican que la corteza prefrontal se desconecta y que los procesos del hemisferio derecho anulan la influencia equilibradora del hemisferio izquierdo.
Pues bien, a partir de la aceptación de lo que cada cual puede vivir, es posible ir creciendo en compasión y en gratitud. Y, probablemente, el buen camino empiece por desarrollar una compasión sana hacia sí mismo que, progresivamente, se extienda a los demás.
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