Colombia, el país que acoge el Congreso sobre el Jubileo Extraordinario de la Misericordia (Bogotá, del 27 al 30 de agosto de 2016), tiene en Santa Laura Montoya Upegui, la primera santa colombiana, un testimonio de misericordia para promover “que un viento impetuoso de santidad recorra el próximo Jubileo Extraordinario de la Misericordia en todas las Américas”.Hace prácticamente un siglo, en un contexto social marcado por la discriminación y la marginación de las comunidades indígenas y afrodescendientes, y en un tiempo en el que no se contemplaba la presencia de la mujer en territorios de misión, Laura Montoya “primereó” en el anuncio del Evangelio, la educación, la catequesis y la defensa de los derechos de las poblaciones que habitaban selvas y regiones inhóspitas, siempre al amparo de la providencia divina, y revelando a los pueblos originarios la presencia de un Dios cercano, “con entrañas de misericordia”, que no se olvida de sus hijos.
En la misa de canonización, el 12 de mayo de 2013 en Roma, el papa Francisco destacó su generosidad y sus cualidades para comunicar la alegría del Evangelio entre los más pobres:
“Esta primera santa nacida en la hermosa tierra colombiana nos enseña a ser generosos con Dios, a no vivir la fe solitariamente –como si fuera posible vivir la fe aisladamente– sino a comunicarla, a irradiar la alegría del Evangelio con la palabra y el testimonio de vida allá donde nos encontremos. En cualquier lugar donde estemos, estamos llamados a irradiar esa vida del Evangelio. Nos enseña a ver el rostro de Jesús reflejado en el otro, a vencer la indiferencia y el individualismo, que corroe las comunidades cristianas y corroe nuestro propio corazón, y nos enseña a acoger a todos sin prejuicios, sin discriminación, sin reticencia, con auténtico amor, dándoles lo mejor de nosotros mismos y, sobre todo, compartiendo con ellos lo más valioso que tenemos, que no son nuestras obras o nuestras organizaciones, no. Lo más valioso que tenemos es Cristo y su Evangelio”.
Refiriéndose a la primera santa colombiana, el periodista colombiano Javier Darío Restrepo escribió:
“Esta mujer desafió el sentido común, remó en contra de la corriente cultural de desprecio del indio y de inferiorización de la mujer; enfrentó la desconfianza y el resentimiento del indio y desafió sus propias limitaciones físicas, porque siempre quiso hacer quedar bien a Dios”.
Recuperar sus itinerarios como mujer, educadora y fundadora de una comunidad religiosa que prioriza a los indígenas y afrodescendientes en su misión –la Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, también conocida como “Misioneras de la Madre Laura”– nos permitirá avanzar en el camino de preparación para el Congreso.
Compartimos, a continuación, el texto “La mujer que hizo quedar bien a Dios”, de Javier Darío Restrepo, director de Vida Nueva (edición colombiana), publicado en el No. 65 de la revista. Sin duda el texto describe ilustradamente, el mundo complejo y antihumano que unos humanos construyen en contra de otros, realidades que las civilizaciones no ha superado hasta hoy produciendo un mundo llagado de desigualdades.
La mujer que hizo quedar bien a Dios
En el principio de su vida misionera, Laura Montoya, la maestra de escuela, quiso ganar el alma de los indios con telas de colores. Seguía el consejo de su confesor, el padre Dueñas, quien solía decir: “indio vestido, indio conquistado”. Era la versión de la táctica de los primeros conquistadores españoles que, con cuentas de colores, espejos y pañuelos de seda, pretendieron ganar la voluntad de los primitivos habitantes de este continente.
Como a los conquistadores, la experiencia del trato con los indígenas le enseñaría a Laura que llegar hasta el alma del indio suponía entregarles mucho más que telas.
El primer contacto
Cuando llegó a Dabeiba, vió los primeros indios. Iba acompañada por Claudina Gómez su exalumna, que sólo quería pasear; y por Rosa González, que buscaba orquídeas y flores raras para su jardín. Las tres compartieron esa primera impresión: los indios hablaban duro y como si estuvieran en plan de pelea, siempre a la defensiva. Les pasaban por delante como si ellas fueran invisibles, desdeñosos y altivos. A poco descubrirían que los dominaba el miedo. Sus contactos con el blanco habían sido dolorosos. El blanco los capturaba para hacerlos esclavos, o les robaba sus productos y sus tierras, o se los llevaba para los cuarteles. A sus ojos, ellas no podían ser sino agentes del poder malo de los blancos. Así como ellos, al ver el venado en el monte, iniciaban su cacería, el blanco armaba trampas para cazar al indio.
Las tres mujeres, desalentadas ante el inesperado espectáculo, debieron recordar a cuantos habían querido disuadirlas diciéndoles que ese viaje era una locura: “Laura está loca”, le dijo a su madre, Dolores, su hermano mayor; “Juan de la Cruz, el padre, nunca lo hubiera consentido”, agregó. Más adelante las acciones de Laura en la selva, desafiarían el sentido común y provocarían la misma reacción. “Esto es inexplicable. Cómo estas señoritas acomodadas y delicadas, lo han dejado todo para venirse a esto. Esto es una locura”, decía el médico de Frontino al ver a Laura y sus compañeras embarradas como peones cuando construían su casa en Dabeiba.
El primo Juan de Dios Muñoz tuvo la misma reacción: “vine a ver si ustedes están locas. Yo sé quiénes son estas señoritas y lo que dejan en Medellín, y solo unas locas de remate pueden haber venido a buscar estos negros asquerosos”. Un tal José María Gaviria firmó una carta al gobernador para celebrar que se cerraran las misiones de las lauritas porque así “economizaría el gobierno los dineros que se gastan en esta locura”.
Laura sabía que iba contra la corriente y así lo comprobó el día en que las autoridades de Dabeiba construyeron una primorosa casa para las misioneras. Olía a nuevo y a pintura fresca cuando los concejales se la entregaron a Laura y sus hermanas con una sola condición: que no entren en ella los indios.
¿Cómo? ¿Con que caben las madres y no los hijos? Dijo Laura. Agradeció y rechazó la casa.
La de ellas sería una casa abierta para los indios, y así la construyeron, en contra de la voluntad de las autoridades: “ese rancho dará mal aspecto”, le dijeron. Después llegó la amenaza: “la quemaremos cuando la terminen”. Nadie en el pueblo quiso aceptar trabajar para ellas, y de repente en Dabeiba no hubo ni arquitectos, ni trabajadores de construcción. Las hermanas y un indio voluntario acometieron el trabajo. Hicieron de todo, desde aserrar la madera en el monte, hasta los terminados de la modesta casa techada con paja.
Iban contra una corriente cultural de rechazo al indio y de menosprecio a la mujer. “Creer que mujeres catequizan indios, creer que logran lo que no han logrado los hombres, es una perfecta ilusión”, dijo el doctor Carlos Villegas en el Concejo Municipal cuando llegó comisionado por el gobierno para repartir las tierras de los indios a los blancos con sangre india hasta la quinta generación. En esa sesión, Laura estuvo presente y se mantuvo prudentemente callada hasta que Villegas dijo que los indios “eran seres inútiles y que lo más indicado era alejarlos de las poblaciones y recluirlos en los montes”.
Pues si ese era el sentido de la corriente, irían contra ella. Laura no se contuvo más y entre sollozos de indignación emprendió una elocuente defensa del indio que dejó a la audiencia en un silencio de pasmo y de respeto. Ese día el funcionario, llegado de Medellín, aceptó que las tierras de Nutibara y Dabeiba no serían objeto del reparto que el gobierno había decidido hacer.
Era comprensible la oposición de la población y del gobierno, dóciles a la presión de una cultura de rechazo y desprecio del indio. Pero para Laura y sus hermanas era extraño, hasta niveles de escándalo, el pensamiento de religiosos y sacerdotes sobre su apostolado misionero con los indios.
Refiriéndose a los sacerdotes de la región, escribió Laura: “parecía que les hubieran recomendado para juzgarnos y condenarnos”.
“Eso no parará en nada. La madre gasta los dineros del departamento pagando indios para que le digan ‘madrecita’”. Esta era una acusación corriente. “Empresa de histéricas que no vale la pena” afirmaba despreciativamente otro. Aparentemente compasivo, agregó un nuevo crítico: “¿Qué pueden hacer unas pobres mujeres, metidas en el monte, sin el respeto de ningún varón, ni asistencia espiritual ninguna?”.
Un grupo de sacerdotes suscribió un memorial para monseñor Crespo, en que solicitaba la disolución del grupo de mujeres y que se les ordenara ocupar el lugar que les correspondía.
Laura y sus hermanas se convirtieron así, en víctimas del prejuicio cultural, mantenido en el mundo clerical, contra los indios y contra las mujeres. El documento que fray José Joaquín de la Vírgen del Carmen Arteaga, prefecto apostólico de Urabá, llamó “Advertencias y Normas para la madre Laura”, mostró el vigor de ese prejuicio: “Deben tener en cuenta que el ‘predicad el Evangelio a toda criatura’ no encomendó a las mujeres sino a los varones eclesiásticos, la propagación del Evangelio”, escribió el Prefecto. Agregó: “la mujer ha sido llamada a preparar los caminos de la misión, no a indicarlos”. “El éxito de las misiones está encomendado a la labor del misionero”. “Donde haya misionero (las mujeres) le pedirán el debido permiso”. “No bautizarán niños sino en casos de verdadera necesidad”.
Molestaba a los religiosos y al clero local ver el nombre de Laura y de sus hermanas en la prensa regional: “no es conforme al espíritu religioso comunicar a la prensa los trabajos femeninos, sobreponiéndolos a los trabajos de los padres misioneros”.
Puesta en la mitad del ventisquero que formaban los prejuicios machistas del clero, los celos mezquinos que provocaba su figuración en la prensa, la incomprensión de los gobernantes que despreciaban al indio y a la mujer, y las dificultades propias de su apostolado, Laura se convirtió en la Madre Laura, y sus hermanas, en las religiosas de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, merced a la fuerza que ellas encontraron en su relación con Dios y en su amor al indio.
El amor a Dios
A Laura le pareció una expresión terrible, pero es de una candidez reveladora, que ella “quería hacer quedar bien a Dios” entre los indios.
Sentía que Dios se había puesto entre sus manos para llegar hasta los indios que, como ella decía “sentían cierta inquina con Dios”. Ni siquiera lo mencionaban, como sí nombraban al diablo, llamado Antomiá. En cambio Dios era “ese”.
Para cambiar esa actitud ella y sus hermanas debían “probar con hechos que Él los amaba infinitamente”. La impotencia de Dios dependía del poder del amor de estas mujeres por los indios. No era cuestión de sermones, ni de actos religiosos, era un asunto de amor efectivo, visible, convincente. Y en eso consistió la acción misionera de Laura.
“Quería probarles que Dios los amaba… me parece que debo reivindicar a Dios”, escribía. Reivindicarlo significaba corregir la plana escrita por todos los que habían tratado al indio como basura, los que lo habían explotado, o lo habían menospreciado, o le habían negado todos sus derechos. La fuerza de Laura y de sus monjas fue, y sigue siendo, la fuerza del amor de Dios que se manifiesta a través de su acción.
Las habilidades aprendidas por la antigua maestra están en el origen de la pedagogía de Laura para abrir la inteligencia y la voluntad del indio y donde el blanco había producido crueldad, dominación, exclusión e injusticia, ellas abundan en misericordia, generosidad, entrega y amor inteligente. Le escribía a monseñor Crespo: “No tengo por compañeras a mujeres, sino leonas”. Esto fue en los comienzos, después se consolidaría ese grupo admirable que sacó de la nada la primera casa en Dabeiba y que hoy motiva la admiración del mundo.
Fue un ejemplo claro de la acción de Dios, representado en ellas, lo que vio un blanco de los que mangoneaban la región: salía de la selva con los hábitos y los zapatos embarrados, una monja que con una mano llevaba a los indiecitos de 8 o 10 años que acompañaban a su madre, casi agonizante y desgonzada en la silla del caballo que la religiosa guiaba con la otra mano. El insólito espectáculo de amor por los indios se hizo tan frecuente que sobre ellas cayó el desprecio que los blancos profesaban por los indios. Otros, sin embargo, impactados por el ejemplo decían lo que aquel blanco: “si yo hubiera conocido así a Dios desde niño, mi vida sería otra cosa”.
Laura y sus hermanas habían entendido que Dios no necesita catedrales ni argumentos para probar su existencia. Son ellas las que se encargan de hacerlo presente con su amor, alimentado por su rutina diaria de oración, lectura y meditación de las escrituras, austeridad y servicio a todas horas.
El servicio al indio
Los indios fueron su objetivo. La curiosidad y excitación que movió a la maestra Laura y a sus dos amigas Claudina Gómez y Rosa González cuando se fueron de vacaciones a Compá “a conocer indios”, llegó a convertirse en amor y la causa de su vida hasta el punto de que el padre Armando, carmelita, se quejaba porque la congregación únicamente trabajaba con indios “siendo así que hay muchos más libres, mezclados o cerca de los indios”. Ellas debían ser para los indios “maestras, médicas, enfermeras y hasta alcaldes, al modo de los indios”, escribió Laura en un informe sobre su naciente comunidad en el que le señalaba a las autoridades que para ella y sus hermanas la guía sería “la caridad en sus más ligeros detalles”. Es notable, en efecto, la severa carta que dirigió a una de sus hermanas que se había referido a los indios en forma despectiva.
Agregó el informe que con los indígenas su comunidad “practica los métodos racionales cuidadosamente adaptados”. Contrariando las prácticas y el pensamiento comunes, fue su convicción que la fuerza, con los indios, no obtenía resultado alguno: “el amor puede más que los procedimientos de fuerza”. Sin embargo, con un fino sentido de las realidades, no descartaba la reprensión y hasta el castigo. “Frecuentemente ocupó el cepo de la alcaldía para los delincuentes”, anota el historiador.
En el mismo informe a las autoridades habló de otra necesidad de primera importancia: “que la posesión de las tierras de los indios, se haga real y sobre todo que se les haga justicia en la propiedad”.
Convertida en asesora del Nuncio para la presentación de un proyecto de leyes para salvajes, Laura tuvo la oportunidad de formular su pensamiento sobre una política oficial para los indios.
“Civilizarlos y no darles leyes protectoras es empujarlos a la ruina” decía al oído de monseñor Vicentini, el nuncio. “La ley debe proteger a los indios y amparar a los misioneros y a su trabajo”, agregaba. Prevenía en contra de los personeros de los indios: “sujetos de mala casta, explotadores, pervertidores de los indios”.
Ese amor por el indio creó alrededor de ella un aura de persona fuera de lo común. Realidad o mito, le atribuían hechos milagrosos como los que contaba el indio Juan de Jesús del día en que a pedido de Laura desaparecieron las langostas que habían asolado durante largo tiempo a Dabeiba y condenado a los indios a crueles hambrunas; ella misma cuenta el pacto hecho con Dios para que a sus misioneras no les hicieran daño las fieras de la selva. También recordaría el viaje marcado por las peticiones de los indios a favor de un enfermo. “Madrecita, cúrela” le decían todos a lo largo del camino. “Le puse la mano en el estómago a la enferma y sentí que el contacto de la mano la había curado. Es la única vez que he sentido la influencia de Dios de un modo claro en esta clase de favores”. Pero estos hechos palidecen ante el milagro del amor por los indios que ella les dejó en herencia a sus religiosas, unas mujeres capaces de hacer quedar bien a Dios en la mitad de las selvas.
(Tomado de Vida Nueva Colombia No. 65)
Autor: Dpto. de comunicación y prensa CELAM
Fuente: Vida Nueva Colombia
Foto: madrelaura.org
http://www.celam.org/noticelam/detalle.php?id=MTk4OA==
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